Nueva Burguesia - Mariano Azuela - PDFCOFFEE.COM (2024)

Finiquitados en 1929 los últimos movimientos armados en México, se inicia la etapa que algunos historiadores llaman de estabilización de la Revolución, que acaba por cristalizar en gobierno. En esta época confusa que amerita un estudio a fondo «un segundo intento de burguesía —señala Raymundo Ramos— apuntaba en el panorama nacional. Después de la burguesía positivista del porfirismo —apenas si vasto cacicazgo agrario— nacía la nueva burguesía revolucionaria, de la que Azuela tuvo el primer atisbo premonitorio y genial. Los Demetrio Macías se habían extinguido en los campos de batalla luchando contra los molinos de viento, y los Quijotes apócrifos circulaban en las secretarías de Estado medrando a la sombra de la burocracia». Don Mariano Azuela (1873-1952), «con la misma austeridad y valentía con que antaño flagelara a los poderosos latifundistas del porfirismo, a los caciques políticos y a sus compinches y sostenedores, los curas taimados y socarrones que, como sus aliados, explotaban la ignorancia y el fanatismo del pueblo, vapuleó después el mimetismo revolucionario de los caudillos venales que traicionaron los ideales de la Revolución. A veces arremete también contra el pueblo mismo que, lejos de reivindicar su dignidad y sus derechos, sólo supo enlodarse en una orgía de sangre y destrucción». La larga cita es de Manuel Pedro González, uno de los mayores admiradores del escritor jalisciense. E n Nueva burguesía (1941), Azuela mantiene impertérrito su papel de novelista satírico, de feroz crítico de costumbres. Con la misma irreductible independencia de antaño arremete ahora contra la ineptitud y la corrupción hechas gobierno.

Mariano Azuela

Nueva burguesía ePub r1.0 IbnKhaldun 17.02.15

Título original: Nueva burguesía Mariano Azuela, 1941 Editor digital: IbnKhaldun ePub base r1.2

… Si ton néant te suffit, tu n’es q’un mensonge pour toi même; et tout le reste avec toi. Tu n’as rien parce que tu n’as été. ANDRÉ SUARÈS

Vamos a la manifestación El agente de publicaciones, desnudas las corvas, en bata mugrienta y húmeda todavía, se estaba afeitando frente a un espejito oval colgado de un barrote de su ventana, cuando entró Emmita a convidarlo a la manifestación. —Yo no voy a eso —le respondió con aspereza —, el general Almazán es el candidato de los reaccionarios. El agente era comunista, pero Emmita sospechó que otra era la razón por la que se excusaba. Sin perder, pues, el tiempo, envuelta aún en su abrigo de estambre color de perico, despeinada y en chanclos, fue a buscar al garrotero del 35. —Zeta López, ¿me llevas a la manifestación? —Sí, Emmita, ¿cómo no? Francamente, Almazán no me importa poco ni mucho, pero pertenezco a la sección dieciséis y soy disciplinado. Además, dicen que va a haber borlote, y eso es cosa que me entusiasma. Emmita no se inmutó. Zeta López quería amedrentarla. Pero era más manso que un corderito. —Está bien. Déjame ir a tomar mi café, a ponerme mis medias de seda y mis choclos nuevos y en seguida vengo por ti. Se llamaba Juan Z. López, era garrotero de las Líneas Nacionales, ganaba ochenta y hasta cien pesos semanales, aparte de lo que le dejaba de rentas una casa de productos en la colonia Peralvillo. Tenía fama de ser muy avaro y así se explicaba que ocupara una de las más modestas viviendas del último pasillo, en el fondo de la casona, casi enfrente de las Escamillas del 40.

Aseguraba que los problemas internacionales tenían para él más interés que los del país; era de los admiradores más fervientes del señor Benavides, linotipista de los Talleres Gráficos de la Nación, con veinte pesos diarios y un concepto exacto y racional del universo. Pedroza, fogonero de su misma tripulación, aseguraba que a Zeta López le importaban un pito los asuntos internacionales y los del país, que no tenía más amor en la vida que el de los viles centavos y que no quería arriesgar su esperado ascenso a fogonero, comprometiéndose en un partido político execrado por la Confederación de Trabajadores de México (CTM) a la que pertenecía y que era el factótum en los sindicatos. También el señor Campillo, maquinista de la línea México-Uruapan, inquilino del uno, el departamento de más lujo en la vecindad, dijo que concurriría a la manifestación, sin explicar más porque de suyo era retraído y de pocos amigos. La señorita Angelita, del 22, salió de las primeras, conduciendo de un brazo a su tío, un viejo ex militar villista con una pierna baldada. Era ello un caso de enajenación mental colectiva. Regularmente los domingos, a esa hora, los inquilinos salían regocijados y con mucha alharaca a sus excursiones campestres, llevando sendos sacos de papel o de ixtle repletos de comestibles; pero ese domingo 27 de agosto del 39 nadie hablaba sino de la gran manifestación que el pueblo metropolitano preparaba al general Almazán, candidato de los oposicionistas al gobierno de Lázaro Cárdenas, y nadie quería privarse de un espectáculo que tenía ya su grano de sal y del que se esperaba algo. Por ejemplo, los diputados y senadores, alarmados por la popularidad del candidato enemigo, en mítines, banquetes, francachelas y en las mismas cámaras, habían amenazado al pueblo con una carnicería. Uno dijo que él, personalmente, disolvería a pedradas la manifestación; otro excitó a sus colegas a concurrir al acto con sus armas bien

engrasadas, debidamente respaldados por sus pistoleros (doscientos por cabeza), además de los millares de obreros militarizados de la CTM. El agente de publicaciones elogió la conducta de los padres de la patria, pero Pedroza respondió muy indignado: —Si esos borrachínes están en su perfecto derecho para destaparle el trasero al gobierno y sus cobas de democracia, no lo están para poner en ridículo al país. No obstante su oposición ideológica, eran amigos. Discutían siempre y acababan siempre brazo con brazo en la cervecería, en el cabaret o en la cantina. Como Emmita lo sospechó, el agente sí concurrió a la manifestación, pero no con ella, sino con otras muchachas con quienes estaba comprometido. Lo vio salir con Pedroza, los dos de vestidos nuevos muy bien planchados, choclos brillantes y el pañuelo asomando bajo la solapa. —¡Verás qué morenazas! Salieron cuando las Escamillas subían en un vetusto Cadillac, hablando a gritos y atrayendo la atención con sus maneras escandalosas. Era una familia de obreras de La Perla, fábrica de galletas y pastas de sopa. Habitaban el 40, el fondo del último patio, a inmediaciones de los excusados. Esta vecindad era una de las más grandes de la calzada de Nonoalco, en la cercanía de Buenavista, estación de los Ferrocarriles Nacionales de México. Ocupada por obreros, choferes, ferrocarrileros, mecánicos, constaba de doce buenos departamentos sobre el patio central y cuarenta vivienditas en los cuatro largos y angostos pasillos que lo cruzaban: —Ya verás cómo no vamos a poder llegar ni a los andenes. ¡Mira nomás qué gentío! —dijo Emmita, colgada del brazo de Zeta López. Entraron por la gran puerta de Nonoalco, en parejo de la calle del Olivo. La mañana era clara y luminosa, pero el humo desparramado en los patios

por las altas chimeneas enfiladas de la Casa Redonda, la multitud de locomotoras encendidas y el polvo levantado por coches, camiones y motos en la calzada, enturbiaban el alegre hormigueo de la gente, rumbo a Buenavista. Las mujeres, vestidas de colores claros y brillantes, atravesaban entre un vaivén de vehículos, ágiles y tranquilas como si caminaran por un bosque. El garrotero Zeta López, sin responder, seguía andando, abriéndose paso a empellones. Pasaron cerca de unas barracas de tablones húmedos, podridos y mal ajustados, de techos de láminas enmohecidas y agujereadas. Rieleros astrosos, peones de albañil y trabajadores de salario mínimo, de pie, almorzaban escamocha. Una vieja alta y reseca como grulla se las servía de una enorme cazuela de barro. —Que no nos vea —dijo Emmita, escondiéndose tras del garrotero. Pero ya el cabo de cuadrilla los había reconocido: —Camarada, espérenme, que yo voy también. Devolvió un plato de peltre desportillado, luego de limpiarlo con un pedazo de tortilla que se llevó a la boca, y vino a alcanzarlos; Zeta López le tendió la mano y Emmita, haciendo de tripas corazón, lo saludó con una amable sonrisa. —Se nos hizo tarde, camarada. —Yo no pertenezco a la sección dieciséis — dijo mirando a Emmita con embeleso—, pero esos desgraciados de la CTM me robaron una semana de sueldo porque no estuve presente en la manifestación de Papada. Y no hay derecho, ¡palabra! Llamaba Papada al candidato del gobierno que tenía un cuello desdoblado en tres soberbios repliegues. Con ese sobrenombre era designado por el pueblo. —Y vengo a ver si me topo con algún maje de ésos y nos damos un quemón… Separó discretamente su overol a la cintura

para mostrar una delgada y filosa hoja de acero que llevaba a guisa de cinturón… —Que me registre la policía, a ver qué me encuentra. Y replicó en su garganta una carcajada de bajo profundo. —Agárrese bien, mi vida, para defenderla de los estrujones. Tomó a Emmita por un brazo y la metió entre él y Zeta López. Aunque el señor Roque olía mucho a sobacos, su ropa y sus alientos de viudo resucitado le daban cierto aspecto atrayente para las urgidas de marido. Cuadraban, con su overol azul nuevecito, la corbata color de canario, sus gruesos zapatones amarillos y un pequeño sombrero punteado «muy riel». Cuando Pedroza y el agente de publicaciones llamaron a la casa de las Amézquitas, Rosita bajó corriendo y con muchos aspavientos —por hacerse más interesante— les enseñó unas hojas impresas. —¡Nos estamos muriendo de susto! Lean nomás… La verdad, no nos animamos… Pedroza rompió a reír: —Son cosas de los diputados. Se acercó a doña Concha, la mamá, y le dijo en voz baja: —Los políticos son como las pirujas: se enojan porque no los ocupan. La vieja torció la boca. Muchas veces había dicho a sus hijas que los ferrocarrileros eran gentes que, aunque sabían gastar bien el dinero, no tenían educación. Se trataba de unos volantes en que se aconsejaba al pueblo se abstuviera de concurrir a la manifestación del general Almazán porque seguramente correría la sangre. Con todo, los dejaron con doña Concha y entraron a ponerse su ropa de calle. Las Amézquitas no querían acordarse más de su tierra, un pueblecillo de Jalisco, muy cerca de Guadalajara, desde donde dieron un salto mortal del

lavadero y de la mesa de la plancha hasta los elegantes escritorios de acero de la Secretaría de Hacienda. Con la subida de Cárdenas a la Presidencia de la República, subió naturalmente el mosquero que lo rodeaba. Entre los más gordos iba el subdelegado de Hacienda del pueblo de las Amézquitas, muchachas famosas por bonitas, alegres y despreocupadas. Parece que el empleado había tenido sus dares y tomares con Cuca la mayor. Ello fue que con su ascenso se las llevó a la capital con doce y ocho pesos de sueldo respectivamente. Con tanto dinero las guapas ex planchadoras perdieron el sentido del equilibrio. Salían ya muy peripuestas cuando se presentó Chabelón de veinticinco alfileres. No hubo necesidad de presentaciones porque en seguida reconoció a las visitas como vecinos de la misma casa. Chabelón era motorista de los trenes urbanos y todo lo que ganaba lo gastaba en vestirse. Coqueteaba con todas las muchachas, pero sin llegar nunca a nada práctico ni definitivo, pues como lo aseguraba Emmita, con conocimiento de causa, era «muy frígido». Sin embargo, su cara de niño Dios, sus ojos de Dolorosa y sobre todo sus trajes bien cortados le daban partido entre las chicas. Salieron. Cuca propuso que llegaran de paso a comprar unos caramelos para remojarse la boca a la hora de los cocolazos. Alta, esbelta, de pelo crespo y muy negro, con un remolino hacia la sien derecha y un ricillo rebelde, tenía el gesto de la que está acostumbrada a mandar. Su peinado caído hacia el indomable mechón le daba un atractivo irresistible para sus amigos y era a la vez una llamada de atención para los extraños. Rosita era el reverso de su hermana. Pequeña, menudita, de nariz levemente arriscada, ojos vivos y juguetones, especie de avispa sin aguijón, porque no lograba imponer terror a nadie. Pedroza tomó el brazo de Cuca y Chabelón el de Rosita. El agente estaba habituado ya a su papel de San Camilo, encaminador de almas, y caminó

impasible tras de ellos. Pasaron por la plaza de la Revolución, desierta aún. Fotógrafos del gobierno sacaban vistas para demostrar gráficamente al país y al extranjero el fracaso de los oposicionistas; pero los periódicos, con perfidia de perfectos comerciantes, publicarían al día siguiente en su gran plana central y cara a cara las fotografías oficiales tomadas a las nueve de la mañana con una docena de gendarmes y docena y media de vagos y la tomada por los almazanistas a las dos de la tarde con no menos de doscientas mil almas. Al pasar frente a una cenaduría cerrada, Chabelón los detuvo: —Vamos llegando a tomar algo. Vine sin desayunarme. Tenía el secreto para violar los reglamentos de policía y no encontró dificultad para que se entreabriera una puerta por donde los cinco se deslizaron sin ser advertidos por nadie. A medida que avanzaban Emmita y sus compañeros encontraban mayor resistencia en la muchedumbre que confluía hacia los patios de la estación. Ríos humanos se vaciaban en Buenavista, afluentes de las colonias vecinas. En la entrada a los andenes, bajo el gran cobertizo de hierro, los Heleros formaban, codo a codo, doble cordón para interceptar el paso a los que no pertenecían a su gremio. —Sección dieciséis —dijo Zeta López con fanfarronería. —Adelante, camaradas. El cerco se rompió un instante para cerrarse de nuevo ante la avalancha que se precipitó sobre el boquete abierto. Por lo demás, los esfuerzos encaminados a formar una valla cerrada al candidato, en previsión de los atentados del gobierno, resultaron inútiles, porque la multitud se hizo incontenible; los que venían por Nonoalco en sentido inverso de los que llegaban por el frente de Buenavista provocaron una reventazón y todos quedaron revueltos. Hasta la

brillante escolta de charros, que a buena hora se había apostado de uno y otro lado de la calle, luciendo sus magníficos caballos y sus lujosos arreos, quedó dispersa y sin posibilidades de reorganizarse. —Y a todo esto, digo yo, ¿qué diablos venimos a hacer con tanto calor y entre tanta bola de gente? —Emmita —explicó don Roque, el cabo de cuadrilla—, venimos a exigir que salga del gobierno tanto ladrón. —¿Qué tanto le ha robado, don Roque? —El pan a cinco, la leche a cuarenta, los blanquillos a diez, ¿se te hace poco? —Yo no sé que alguno de nosotros se esté muriendo de hambre. —Tú no comprendes nada, Emmita. Dice bien don Roque: es necesario que bajen los artículos de primera necesidad. Como dice el señor Benavides: el obrero siempre debe estar en pie de lucha para un mejor stock de vida. —¿Y qué es eso de «estoque», Zeta López? El garrotero se rió compasivamente. —Que en vez de beber tepache tomes tu vaso de cerveza Monterrey, tipo lager; que en vez de ir a perfumarte con la peste del Majestic compres tu boleto de a dos pesos al cine Alameda. Precisamente en el momento en que sintió que la mano de Zeta López abandonaba suavemente su brazo y se le escapaba. Se le escapó. —¡Zeta López!… Su grito siguiendo a Zeta López se perdió en el tumultuoso oleaje humano. Entonces don Roque, sin darle tiempo al tiempo, afianzándola mejor y previo un brutal suspiro, dijo: —Emmita, tengo seis meses de viudo… Hizo la sorda. Al cabo de cuadrilla se le fugaron las frases ya prevenidas. Pero, de todos modos, resuelto a no dejar las cosas pendientes, prosiguió con su mano libre su declaración de amor, con mucha elocuencia.

Emmita, agradecida, no le correspondió: ¡Ese canalla de Zeta López que había tenido el descaro de recomendárselo! «Hazle buen pasaje, Emmita. Saca sus cuarenta y cinco pesos semanales, aparte de buscas; es hombre que sabe gastar el dinero sin hacer pucheros y, ¡fíjate!, es el suegro del fogonero Pedroza…» «¡Y tú eres un mula, Zeta López! Palabra que no me hace falta abuelito.» De la cenaduría las Amézquitas salieron algo achispadas. Rosita dijo que sería más chic ir a Xochimilco o al Desierto de los Leones en vez de meterse entre tanto pelado. Porque ahora enorme muchedumbre se desparramaba por la explanada de la Revolución y ríos de gente confluían por las calles y avenidas. Ondeaban las banderas tricolores, los gallardetes, cabeceaban los estandartes de las agrupaciones obreras, estudiantiles y de otros gremios; en grandes cartelones aparecían nombre y retratos del candidato, bamboleándose sobre la apretada multitud de cabezas de hombres, mujeres y niños. A veces el vocerío tomábase en estrepitoso huracán de hurras y vítores. —Adiós, camarada Benavides… —¿Qué hace allá arriba? —Calculo el número exacto de los concurrentes. Las muchachas se rieron, diciendo que deberían llevárselo al manicomio. Trepado en una columna de tezontle, cerca del Monumento de la Revolución, papel y lápiz en las manos, estaba haciendo sus cálculos. —Es hombre muy inteligente —dijo Pedroza—, pero tiene la caída de la borrachera y la agarra por semanas y hasta meses. El agente de publicaciones siguió haciendo elogios como compañero y miembro del partido comunista… Por la polvorienta calle del Encino venían las Escamillas del 40 en su vetusto Cadillac, conducido por Evangelina, la mayor de las muchachas. Asomaban sus cabezas por todos lados como los

pollos bajo las alas de la gallina. Cinco Escamillas, sin contar a doña Tórtola, su madre, que ocupaba asiento por tres, ni a las dos amigas venidas ex profeso a la fiesta desde Azcapotzalco. Al pasar el esperpento con muchos rechinidos cerca de las bodegas de Buenavista, dio de pronto una cabeceada y, sin que nadie se lo mandara, se paró bruscamente. —Tiene esa maldita maña —dijo doña Tórtola, majestuosamente arrellanada en un cojín de hule agujereado que dejaba escapar puntas de paja y bolas de borra—. Apéense del auto y empújenlo, pues sólo así podremos ponerlo otra vez en movimiento. No les molestó que algunos transeúntes se detuvieran, divertidos, a verlas sudando y pujando en la trasera del coche. Sólo delante de sus conocidos se ponían nerviosas y les hacían malas señas o los alejaban a insolencias. Por eso el maquinista Campillo, que venía por la plataforma de las bodegas con algunos compañeros, pasó de largo como si jamás se hubiesen visto. El auto comenzó a caminar. El problema ahora no consistía en que siguiera corriendo, sino en subir todas, antes de que se parara otra vez. Doña Tórtola lo solucionó con un pensamiento oportuno: —Arrimen el coche a la sombra y déjenme allí con su hermano. Al cabo la estación ya está muy cerca y pueden llegar a pie. Hasta ese momento todo marchaba bien, los temores de una lucha sangrienta iban desapareciendo. La enorme cantidad de simpatizadores del candidato oposicionista la hacía olvidar. Sin embargo, comenzaron a circular extraños rumores. Alguien dijo que en los balcones inmediatos a la calle de Buenavista, por donde habría de pasar Almazán con su comitiva, había políticos armados con ametralladoras. Corrió también la versión de que en Tlalnepantla había sido detenida una mujer que llevaba escondido un afilado puñal en un buqué de flores, destinado al

candidato. Pero no hubo una sola persona que diera media vuelta a su casa o se alejara de la multitud.

¿Atentado? El agente de publicaciones sintió agotada su paciencia de perrillo faldero cuando de repente se le perdieron sus compañeras y se dijo: «¿Qué ando haciendo yo en esta fiesta de los reaccionarios?». «¿Qué van a pensar de mí los camaradas del partido?» Cerró los brazos, separó las piernas y como cuña, como tanck, se clavó en el colmenar. Vadeaba ya felizmente las orillas cuando alguien lo reconoció: —¡Miren… ese maje es comunista! Y no tuvo tiempo de mirar al que lo decía porque un brutal puñetazo le apagó los ojos, haciéndole ver culebritas. Su consuelo fue cerciorarse de que las Amézquitas no se encontraban cerca, pues se había conquistado con ellas la reputación de «muy pantera». Salía, pues, rugiendo y meditando una cruel venganza contra estos bandidos burgueses, cuando el cielo le deparó la mayor. Una nueva voz lo volvió a la vida: —¿Quién te puso ese chipote en la cara, paisano? Y una carcajada más cruel que un latigazo. Se disponía a aderezar una explicación honrosa, pero su paisano lo tomó fuertemente por un brazo y lo obligó a entrar de nuevo a la bola. —¿Qué vamos a hacer allí, mi coronel? —Sígueme. El coronel Piña Vega, amigo y paisano, es un viejo lobo de la política, de muchas influencias y con quien hay que estar bien, sobre todo ahora que anda de capa caída (su fidelidad al ex presidente Calles lo echó fuera del pesebre oficial), que es

cuando a uno suelen hacerle caso. —Tenemos que llegar hasta la plataforma y saludarle de mano al general Almazán. Urgentísimo… ¿comprendes? Por un acto primo, el agente se dio el reculón y dijo: —Pero es que yo no vengo armado ni con un alfiler… —¡Qué idiota eres, paisano!… Pero no lo hurtas. Con razón te pusieron la marca en la cara. El coronel estalló en una nueva carcajada que encendió en el agente el deseo de su venganza. —Vamos adonde sea, paisano. Y la multitud se los tragó.

El Monumento de la Revolución se levanta sobre cuatro colosales patas de cemento y hierro; cuatro arcos escuetos sostienen su gigantesco casco de acero. En la base de la cúpula, en cada uno de sus ángulos, sobresalen en altorrelieve bloques de concreto, cuerpos masudos, cabezas aplastadas, caras cuadrangulares y manos como sapos monstruosos acariciando barrigas repletas a reventar. Molesta un poco su simbolismo cruel; pero su bestialidad es casi sublime. Hay que convenir en que la interpretación ha sido un acierto y, desde muchos puntos de vista, genial. —¡Mírenme dónde estoy! —¿Haciendo cálculos, camarada Benavides? —Muy sencillo, compañero Campillo. ¿Cuántos hombres caben en un metro cuadrado? ¿Cuántos metros cuadrados ocupan los manifestantes? Cálculo exacto, rigurosamente científico. —¡Qué buena la trae el linotipista! —dijo el maquinista y siguió adelante, sin hacer más caso de él. Tres poderosos aeroplanos rugieron casi al ras de la multitud. En sus enormes vientres plateados se leía en letras rojas: Almazán; descendió una fina lluvia de confeti, serpentinas, volantes con retratos y vítores al

candidato. Desde su parapeto de piedra el linotipista seguía escrutando la explanada y las avenidas inundadas de gente. Miraba la estatua de Carlos IV, el fondo verdinegro de la Alameda y el hormigueo humano velado por una cortina de polvo. Removía los labios, hacía visajes, pero ni los mismos electricistas que cerca de él voltijeaban en el aire, acabando de instalar los altavoces, le hacían caso. Hubo un momento en que la policía fue impotente para contener la avalancha. Arremolinados en torno de la plataforma del Monumento, invadieron de pronto las escaleras, los pretiles y hasta el mismo sitio resguardado para el candidato y los oradores. Las Amézquitas venían arrepentidas y del humor más negro del mundo. —¿Quién es esa cursi? —dijo Rosita a Chabelón que al pasar frente al German American Hotel saludó a una joven agitando al aire su sombrero. —Es nuestra vecina, la señorita Angelita, del 22, que lo trae de cabeza hace tiempo —respondió Pedroza. —No se fíe de él, Cuca. Todo lo que le va contando son papas. Está enamorado de Emmita, una sierpe de la vecindad… Pedroza se molestó. —¡Mientras Petrita me viva, seré incapaz de hacerle una perrada! Las niñas lo miraron como a fenómeno de feria y prorrumpieron en descortés carcajada. Pedroza era un sentimental y el recuerdo de su esposa en el hospital de Colonia, recién operada de un cáncer de la matriz, mientras él se paseaba alegremente, puso una lágrima en sus ojos. Hasta quiso contar la historia; pero Cuca le hizo comprender el ridículo que estaba haciendo. La cosa no pasó de allí porque entonces se encontraron con el señor Campillo y sus compañeros, a quienes presentaron con las

muchachas. —El señor Campillo, maquinista de pasajeros… »O lo que es lo mismo —pensó Rosita— más de mil pesos mensuales.» Y con cinismo admirable trocó el brazo de Chabelón por el del maquinista, diciendo, además, que el motorista era un fifí de barrio. Contra lo temido y esperado, la manifestación se verificaba sin choques, muertos ni heridos. —Esto sucede siempre que el gobierno no mete su cuchara en los actos espontáneos del pueblo —comentó uno de los compañeros del señor Campillo. Y se acordaron de que desde la revolución de Madero hasta la última del general Escobar invariablemente se había observado en ciudades, pueblos y rancherías que, en cuanto se quedaban sin policía, soldados o autoridades, la delincuencia, como por encanto, bajaba a cero. —Es la demostración evidente de que los mexicanos sí estamos aptos para tener gobiernos honestos y civilizados. —Y si no los tenemos es por nuestra propia culpa, por nuestro egoísmo, por nuestra apatía y por la falta de valor para arrojar a tanto idiota y canalla que se han apoderado de nuestro país. En unas cuantas palabras compendiaron lo que en no menos de tres horas de literatura electoral repetirían los oradores de la oposición. Eran viejos ferrocarrileros de la Sección 16, almazanistas de convicción y secretos enemigos del liderismo que los explotaba. Pero hay gentes que todo lo entienden al revés. Unos choferes mugrosos, de frente peluda y estrecha, los estaban oyendo y los miraban con manifiesta prevención. Se secretearon tomando una actitud francamente provocativa. Por evitar un lance disparatado y ridículo, el maquinista Campillo pretextó tener que estar presente en sitio determinado con sus compañeros y se despidieron de las muchachas. Rosita hizo que el maquinista le

prometiera ir a verla a su casa y tomó de nuevo el brazo de Chabelón con frescura. Apenas se fueron a tiempo: los choferes borrachos ya se estaban aporreando, no habiendo encontrado oportunidad de reñir con otros. Cruzaron de nuevo el cielo los aeroplanos aturdiendo a la multitud quemada por el sol; pero con ellos llegó una ráfaga de frescura y alegría. —¡Almazán!… —¡Ya llegó! —¡Ya está aquí! Se oyó el pito enronquecido de una locomotora, luego otro y otro; los de todas las máquinas que estaban encendidas en los patios de Buenavista. El nombre del candidato corría de boca en boca haciendo brillar la alegría en todos los rostros. El rumor creció como el de un mar embravecido. Sexos, edades, fisonomías, clases, todo se fundió en una masa movediza e informe, algo como una monstruosa gusanera. —Anda, vamos pronto, que se nos pasa. A fuerza de codos se abría paso entre insolencias e injurias. —Tenemos que estar en primera fila. El agente estaba terriblemente nervioso, porque el coronel Piña Vega no lo soltaba un instante. »Está bien, yo no soy cobarde; pero pertenezco a un partido de acción social de la disciplina más estricta. Yo no puedo obedecer más órdenes que las que mi partido me dicte. Y si el coronel quiere algo con los reaccionarios que él se las arregle como pueda.» Llegaban ya a la última fila en momento en que se acercaba el candidato entre una enloquecida multitud. El agente sintió que le temblaban las piernas e hizo un esfuerzo inaudito para desprenderse de su paisano. —¡Qué maje eres, de veras! Quédate. Cueste lo que cueste, yo le daré la mano a Almazán, haré que se fije en mí, que me reconozca… Almazán es

el que mañana tiene que partir el bacalao, idiota… El agente, libre ya, respiró. Momentos después vio a su paisano de faz radiante entre los que acompañaban al general. Emmita, chorreando sudor y colorete desleído, se encontró de pronto abandonada, en medio del oleaje incontenible. Lanzó un grito: —¡Mi choclo!… ¡Desgraciados!, ¿quién me quitó un choclo? A su chillido estridente siguieron muchas malas palabras. La hilaridad de algunos guasones la llamaron a la realidad. Buscó en vano a señor Roque. Pero pudo ver muy bien a Zeta López entre la bola bien prendido del brazo de Libertad Escamilla. «¡El muy mula! ¡Ya me la pagarás, desgraciado!» También a las Amézquitas se les perdieron sus acompañantes. Andaban pidiendo, por el amor de Dios, que las sacaran de aquel infierno de pies groseros y manos adelantadas. El que llevaba el estandarte del Centro de Intelectuales y Profesionistas perdió pisada y habría sido despachurrado sin misericordia si no lo hubieran levantado al punto dos robustos mozos. Al reconocerlo prorrumpieron en grandes risotadas: el portaestandarte de los intelectuales era canastero de «La Favorita, pan caliente a todas horas». Como payaso, las medias como tablero de ajedrez, cojeando por la falta de un choclo y bien magullada por los pisotones, Emmita logró salir, por fin, en la resaca. Se encontró con las Escamillas, que al verla se desternillaron de risa. Salían también mostrando sus caras prietas chorreadas y sus vestidos hechos garras. Cuando se cansaron de reír, doña Tórtola la llamó, invitándola a llevarla en su coche. El estruendoso Cadillac, sin paradas impertinentes, en una sola carrera las dejó hasta la puerta de la vecindad. Emmita, agradecida, prometió visitarlas. Andaba ya en el patio el señor Benavides repartiendo abrazos e invitaciones a tomar la copa

en su casa. Sin sombrero, sin chaleco ni corbata, abierto el cuello de la camisa, iba y venía, extrañamente regocijado. —¡De la que te perdiste, buen anciano! Seis cupos de la plaza del Toreo (ni uno más ni uno menos). Conste que soy imparcial. Mis cálculos son ajenos a la política electoral. Seis cupos del Toreo para más fácil comprensión, amable anciano. Pero mis cálculos son más precisos: técnica rigurosamente científica, exactitud matemática, buen anciano. El viejecito, que como de costumbre llegaba a esa hora de la calle con un saco de pita dejando asomar el cuello de una botella de leche y el extremo de un dorado bolillo de pan, sonrió con benevolencia e intentó proseguir su camino. —¡Atención! —se le interpuso el ebrio—. Fíjese: ¡ni cuando entró Madero en triunfo a la capital! Doscientas cincuenta mil almas. A usted como persona mayor le habría encantado este espectáculo. Fraternalmente lo invito, venerable anciano, a tomarnos un buen vaso de vino generoso a la casa de usted. El viejo se excusó con palabras que se le enredaban entre los bigotes grises. —Tito, encárgate de este buen anciano —dijo el linotipista, distraído ya por el vistoso y ruidoso grupo de las Escamillas y sus amigas, a quienes se adelantó a saludar. El llamado Tito era un fifí almidonado y antipático que lo seguía siempre en sus borracheras. Amigo íntimo del señor Benavides y de la señora Joel, su esposa, frecuentaba la casa como de la familia. Su palabra, su gesto y sus maneras afectadas hacían el más rudo contraste con la naturalidad bonachona del linotipista. Trabajaba en los Talleres Gráficos de la Nación, como corrector de pruebas. El viejecillo siguió hacia el fondo del patio, torciendo por el último pasillo. En la vecindad se le conocía como «el viejito de arriba». Ocupaba un pequeño cuarto en la azotehuela, cerca de los

lavaderos. No relacionaba con nadie, aunque era amable con todo el mundo, Lolita, la de las jaletinas, decía que escribía libros; Emmita aseguraba que platicaba con los espíritus de las nubes y de las flores (muchas veces lo había sorprendido removiendo los labios y sonriendo con las campánulas azules de la enredadera de la vivienda de la señorita Angelita), pero los más decían que estaba lucas. —Déjenos en paz, señor Benavides, que ahora está aquí nuestro hermano Cuauhtémoc y es muy delicado —exclamó Evangelina con aspavientos, dejando al linotipista ebrio en la puerta de su casa. Emmita, en cambio, le rogó que fuera a hacerle una visita: los domingos había siempre algo que beber. Gracias a la prohibición de la venta de bebidas alcohólicas en días feriados, Emmita y su tía Tecla podían vivir con relativos decoro y honestidad. Una de las dos piezas de su vivienda se convertía en figón desde el mediodía de los domingos y con frecuencia se llenaba de clientes. Tortas y tostadas compuestas, barbacoa, picles y cebollitas en vinagre, pulque, cerveza y aguardientes, se les servía a los parroquianos sin peligro alguno, porque al vigilante del gobierno se le tenía igualado con su mordida de cinco pesos a la semana. Pedroza llenaba de pulque las jarras de vidrio verde, mientras Emmita las repartía. —Si Almazán no triunfa, mano, es porque somos un pueblo muy cobarde y desgraciado —dijo Pedroza patético y a medios chiles. —La esperanza muere al último… —Tú no me respondas, Zeta López. A ti no te preocupa la redención de las masas ni el bien del conglomerado. —Es un mula —agregó Emmita, muy resentida —, lo único que él cuida son los centavos. En efecto, Zeta López, conforme a su costumbre, en cuanto los vio distraídos un momento, se escurrió. Nadie tenía tanta fama de avaro y ruin como el

garrotero. Prefería los sitios de recreo alejados de su barrio para gastarse su dinero en él solo. —Tiene miedo de meterse en la política — prosiguió el fogonero Pedroza— por no perder la ocasión de ascender. Yo hice mi examen de fogonero y subí, pero nunca tuve que lambisconearle a esos líderes desgraciados. Estaba presente el maquinista Campillo, llevado a la fuerza por sus compañeros. Como de costumbre, se mantenía discreto, observando y callando. —La división es mala: debemos tener la conciencia de clase —habló otro—, porque sólo de esta manera podremos aumentar nuestro stock de vida. Llegó el agente de publicaciones con media cara cubierta por un pañuelo rojo: —Con el calor me dolió tanto una muela que tuve que rogarle a un dentista amigo que me la sacara. A nadie le interesaron el sucedido ni su explicación, y el agente se quedó tranquilo y la charla se generalizó, en un ambiente pesado de vapores alcohólicos, humo de cigarros, respiración y fetidez humanas. —Ahora no podrán negarme —dijo envalentonado el agente de publicaciones— que gracias a Cárdenas la manifestación de los reaccionarios se verificó sin derramamiento de sangre. Una palabra suya bastó para detener a las jaurías. —¿Tú dices las jaurías, hermano? Pedroza bailó de risa y le hicieron coro a sus carcajadas los de su mismo partido. —¡Qué chiste! —observó Emmita muy seria, en la puerta de la cocina con el choclo viudo en la mano—, con un garrote y un taco de frijoles yo habría hecho lo mismo —y como todos hablaban sin hacerle caso, agregó—: Mientras ustedes averiguan, voy con Bartolo a ver si con él aparece mi otro zapato. Y salió mirando la desolación de sus medias

como telares y sus viejos choclos de tacones retorcidos y cuero muy arrugado.

Aún hay sol en las bardas Bartolo vivía a la otra puerta de la vecindad, en la accesoria A. Emmita lo saludó: —Bartolo, ¿no fue a la manifestación? Sin levantar su frente arrugada y costrosa, Bartolo rompió en alegre carcajada. Tan estólida pregunta no ameritaba otra respuesta. ¿Quién lo había visto jamás en otro campo que en el de su sillita baja, frente a la chaparra mesa de trabajo, a golpes y golpes con el martillo? —Pues se la perdió de veras, porque estuvo requetelindo. —¿Qué pitos fuiste a tocar allí, criatura? —Bartolo, ¿no se da cuenta? Necesitamos mejor stock de vida. Las cebollas y los jitomates por las nubes y la leche ya no más la prueban esos ladrones del gobierno. ¡Abajo los ladrones! Bartolo soltó una nueva carcajada: sus pequeños ojos se le perdían en las cuencas oscuras bordeadas de gruesas cerdas y en su boca asomaban media docena de clavijas amarillentas y trastabillantes. Acabó de reír y dijo: —Boba, con un gobierno honrado tendrías que trabajar en vez de estar envenenando a tus prójimos. —¡Ah, qué Bartolo tan ocurrente! ¿Si viera a lo que vengo? Fíjese: perdí un choclo nuevo en la manifestación y vengo a traérselo a ver si de casualidad le cae a usted el otro. No fue Bartolo el que ahora se rió sino Desideria, su mujer, que, haciendo una S majestuosa con su vientre de nueve meses, andaba preparando la comida en un anafre de barro, a la

puerta de la accesoria. Bartolo cogió el chanclo por la agujeta y lo arrojó al montón de cueros arrugados y resecos que tenía a sus pies: borceguíes sin tapas, chanclas a risa y risa, hormas sucias de betún, pedazos de vaqueta, tintas, cepillos y demás útiles del oficio. —Sí, chula, váyase sin cuidado. Le limpió los mocos a uno de los tres chamacos semidesnudos que, a su lado, sacaban la cabeza de un cajón, como otros tantos cepillos mechudos e hirsutos. Un metro escaso de terreno, comprendida la puerta, servía de taller, muestrario y recibidor. En una silla de palo el cliente se sacaba el zapato a reparar y se envolvía el pie desnudo en una esquina de la cortina de manta, mientras Bartolo hacía el remiendo. Encorvado sobre una mesa llena de cajitas de hojalata con puntillas, alfilerillos, ojillos, entre chanclas, hormas y cepillos, Bartolo dejaba discurrir alegremente su vida en chacoteo con sus clientes y sus pequeños vástagos que merodeaban en torno, metiéndosele entre las piernas o trepándosele a la cabeza. Emmita, de regreso, vio bajar de un auto a la señorita Angelita del 22 con el viejo mutilado, muy encendido de la cara y arrastrando pesadamente su pierna impedida. —También esa cursi del 22 fue a la manifestación. En el barullo de risas y voces de los borrachos nadie le hizo caso. Sólo el maquinista, que buscaba la manera de escapar, le dijo llevándola a la puerta: —Es una de las vecinas más decentes de la casa. —No metería yo mi mano en la lumbre por ella. —Siendo tan agraciada y tan joven, sus medias de algodón y sus choclos de a ocho pesos acreditan mejor que otras razones su honradez. —Nunca le saluda a uno: se cree la divina garza. —Si no tiene amistad con usted, no es falta que

no la salude. —Será, pues, lo que usted quiera; pero a mí me cae muy gorda. Entonces el maquinista quiso escapar sin ser advertido de sus camaradas, pero un grito del fogonero Pedroza lo detuvo: —¿Verdad, Campillo, que todo lo que México tiene que agradecerle al presidente Cárdenas es que hoy la vida cueste cinco veces más de lo que costaba cuando pescó la silla? —Y también que hoy ganemos cinco veces más de sueldo que el que teníamos antes de que fuera presidente —argüyó el testarudo e irreductible agente de publicaciones. —¿Y cuántos miles se mueren de hambre por la falta de trabajo? —dijo el señor Roque, cabo de cuadrillas, buscando camorra. —De eso el gobierno no tiene la culpa, sino estos ricos desgraciados que han escondido el dinero. —Ya no hay más ricos que los del gobierno. Ahora era una voz cascada que venía del otro cuarto. Emmita se puso en la puerta entre las dos piezas y de espaldas a sus marchantes, dijo: —Usted se calla, don Pepe, porque aquí nadie le ha dado vela… Pedroza, que estaba tirado en la cama de Emmita, removiendo los dedos de sus pies desnudos y abotagados, al oír nombrar a don Pepe, estalló en una carcajada: —¿No saben la broma que el domingo le di a don Pepito? Don Pepe era asistido de doña Tecla. Vejete enteco, huesudo y sucio; pagaba setenta y cinco centavos diarios por cama y comida y se le había admitido con la condición de que no se presentara en la tertulia de los domingos porque tenía la fea costumbre de no bañarse nunca y de dormir con la única ropa que llevaba. Emmita juraba que olía más mal que el mismo cabo de cuadrillas. Recién llegado a la casa, contó que trabajaba como perito valuador en una casa de antigüedades

y durante algún tiempo pudo estafar a los desprevenidos y nuevos burgueses de la vecindad con baratijas que les ofrecía como objetos de inestimable valor a precios de verdadera ganga. Anillos, arracadas, pendientes que con un día de entierro en la maceta de geranios de Emmita quedaban convertidos en antigüedades auténticas. Pero un día Pedroza lo sorprendió en el portal de Mercaderes comprando sus joyas de a cinco y de a diez centavos en los puestecillos de los barateros. Se recató en una columna, lo siguió sigilosamente hasta verlo entrar en un edificio inmediato al mercado de La Merced. Al otro día, llamó a muchos de sus camaradas y les dijo: —Vengan. Voy a darle una broma a don Pepito. Fueron al teléfono y tomó la bocina: —Bueno…, ¿con quién?… ¿Personalmente? … Bien: es usted, amigo don Pepe… Soy un amigo suyo. Oiga, necesito un abono a su establecimiento por todo el día. ¿Cuánto me cuesta?… No, señor, no estoy equivocado. No se enoje y permítame que le explique. Anoche cené barbacoa con salsa borracha y amanecí con muchos retortijones… Acabo de purgarme y necesito de sus servicios. Pedroza remató con una carcajada en las orejas del señor Pepito y bruscamente colgó la bocina. El pretendido anticuario, que era, en efecto, el encargado de dar papel y contraseña en uno de los excusados del mercado de La Merced, lo estaba oyendo todo desde su cama; pero guardó el más discreto silencio en previsión de venganza más cruel. El señor Campillo, obligado a tomar más de la cuenta, reanudando el obligado comentario político, la soltó: —Mientras el capital no tenga garantías —dijo — iremos de mal en peor. El agente dio un salto como si le hubiera picado un alacrán. ¡Blasfemia! —¿Usted dice eso, camarada Campillo?

¿Usted, maquinista de las Líneas Nacionales con más de mil pesos mensuales? ¡No hay derecho! ¡Palabra que no hay derecho! —Chueco o derecho, Campillo ha dicho la pura verdad y al diablo con tu dictadura del proletariado, que ya me huele a acedo. —¡Es una traición a las clases trabajadoras! Han perdido ustedes la conciencia de clase… —Cállate, mano, fíjate en que no estás en la asamblea… Deja tus discos rayados ya para otros bagres… Y como el señor Roque, bamboleante ya de borracho, se levantara en actitud francamente provocativa, Emmita, experta en riñas, distrajo al cabo de cuadrillas, mientras hacía señas al agente para que escapara. Tras el agente salió Campillo, sin que en el vocerío de la borrachera nadie lo hubiera advertido. El maquinista se metió en su casa; pero el agente, muy envalentonado, se presentó a poco con el coronel Piña Vega y fueron acogidos con aplausos y exclamaciones. El coronel era famoso en el gremio de ferrocarrileros y pulqueros porque gastaba bien su dinero. Por principio de cuentas mandó traer cuatro botellas de coñac. El agente, no encontrando auxiliar para arremeter de nuevo con su ideología clasista, pues su correligionario Benavides se había negado a escucharlo, entretenido en una gráfica de la manifestación de Almazán, la tomó con el maquinista Campillo en otra forma: —Es un mal camarada. No hay tripulación en todas las líneas que gane menos que la suya. El fogonero Pedroza tuvo que confesar que era cierto. Campillo era el empleado más cumplido de los Ferrocarriles Nacionales, sus trenes caminaban con una regularidad irritante, jamás se presentaba la ocasión de cobrar tiempo doble por las horas extras. Por su torpeza, pues, no sólo él dejaba de ganar más dinero, sino que se lo quitaba a sus

compañeros. —Un p… más. Habría que suprimirlo — comentó fríamente el coronel Piña Vega—. Esto está muy aburrido, muchachos; vamos a buscar un mariachi. Nuevos aplausos y nuevos gritos. Se echaron a la calle en busca de coches. Piña Vega arrancaba de la más pura cepa revolucionaria. Cuando el general Diéguez entró en Guadalajara llamando la atención con sus uniformes llenos de tiras de balleta roja y brillantes entorchados, Piña Vega se lo captó con sus zalamerías de gata, haciendo que se lo llevara al cuartel como su bolero oficial. Muchacho de ambiciones, no se contentó con pasarse la vida engrasando botas. Obtuvo del general Diéguez una comisión para sorprender un conventículo de monjas, cuya ubicación sólo él conocía. Piña Vega la desempeñó con tal brillo que se conquistó al punto su ascenso. No sólo puso en la calle a una docena de cacatúas tosigosas y reumáticas, sino que como buen revolucionario se apoderó del verdadero cuerpo del delito: copones, cálices, custodias, patenas y demás baratijas de oro y de plata pasaron a su casa. En ese tiempo no hubo acaudalado tapatío que no tuviera que agradecerle sus servicios. Diéguez los mandaba aprehender y después de tres o cuatro semanas en la penitenciaría, Piña Vega se presentaba a ofrecerles su libertad por unos cuantos miles de pesos. Naturalmente, ese dinero era sagrado: sólo servía para el triunfo de nuestra causa. Pero la ambición rompe el saco. Diéguez se enteró de que el ex bolero era ya un nuevo rico y con eso cayó de su gracia, le confiscó cuantas ganancias había hecho. Piña Vega emigró a la capital y muchos meses vivió como jicarero de una pulquería de Nonoalco. Allí lo conoció un general a quien contó su desgracia. —No te preocupes, muchacho —le dijo—; Diéguez se ha portado mal contigo, pero yo te presentaré con el general Obregón, que sabrá

reconocer tus méritos. De hombres como tú precisamente necesitamos para hacer una patria nueva. Y Obregón le dijo: —Desde hoy formas parte de la gran familia revolucionaria: tienes ideas, sabes expresarlas. Vente conmigo y llegarás. Diéguez, como todos los humanos, tiene sus errores. Si Obregón no hubiese tropezado con la pétrea cabeza de don Venustiano Carranza, Piña Vega habría ocupado un escaño en el Congreso Constituyente. Pero luego que Obregón mandó a Carranza a freír hongos a Tlaxcalaltongo, Piña Vega ascendió a diputado y con el presidente Calles fue senador; pero con la caída de éste volvió, por una inexplicable falla de ojo político, a quedar fuera de presupuesto. Repudiado por los militares porque en su hoja de servicios no se encontró mérito que justificara su grado de coronel, repudiado gallardamente por los políticos que habían traicionado a su jefe Calles, Piña Vega presumía su honorabilidad ahora con pulqueros, choferes y ferrocarrileros que sabían explotar su vanidad. Con muchas canas, conservaba todavía frescos los carrillos y llenos sus músculos. Se aferraba al sombrero tejano, al fuete y a los zapatos amarillos, como si el abandonar tal indumentaria, recuerdo de su más gloriosa etapa, fuera tanto como renunciar a su pasada grandeza. Reinaba ahora la quietud en la gran vecindad de Nonoalco. El ex militar villista, conducido por su sobrina Angelita, se había dejado caer, agotado, en su cama. Cuando, después de muchos minutos, se repuso y pudo respirar mejor, dijo: —Desde la entrada del presidente mártir nunca se había visto un espectáculo tan bello en México. Ex soldado de Villa, de la famosa División del Norte, en los combates de Celaya había quedado mutilado y tuvo que venir a México al arrimo de su hermana Elisa. Ocupaban la vivienda 22 él, su hermana y Angelita su sobrina. Esta cosía ropa para Las Fábricas Universales, el viejo hacía menudos

trabajos de talla en madera para una casa especialista en cromos y espejos de las calles de Guatemala; doña Elisa les hacía la casa. Pertenecían a una familia decente del interior que se quedó pobre, después de haber vendido sus pequeñas propiedades para venirse a radicar en la capital. Aquel sábado, Angelita le había dicho por broma al viejo: —Tío, lléveme a la manifestación de Almazán: dicen que va a estar muy bonita. En todo México nadie habla de otra cosa. El anciano se incorporó a medias en su derrengado sillón de cuero, y tambaleándose sobre su pierna buena, las manos en alto y temblando de cólera, gritó: —Nunca le tenderé mi mano a quien le haya servido al chacal. Con ese nombre designaba siempre al general Victoriano Huerta, autor intelectual del asesinato del presidente Madero. —Mis manos no se mancharán con la de ninguno de los cómplices de ese cobarde asesino. Aborrecía a todos los gobernantes de México, con excepción del presidente Francisco I. Madero, a cuya causa se había afiliado desde los primeros días del movimiento revolucionario. Su devoción por él era tanta que así como los buenos católicos tienen la imagen de la Virgen o de los santos en la cabecera de su cama, él tenía un gran retrato litografiado de su héroe favorito. Por lo demás, su desinterés de revolucionario honesto lo pudo demostrar el día en que un grupo de ancianos fue a invitarlo a formar parte de una agrupación de Veteranos de la Revolución. —Si el objeto de ustedes es limosnearle al gobierno, les digo desde luego que no acepto su invitación. Los insignificantes servicios que pude hacerle a mi patria no fueron para cobrárselos ni entonces ni ahora. Pobre vivo y muy contento me moriré de serlo. Los comisionados salieron con la cola entre las

piernas. Por tanto, Angelita se sorprendió extraordinariamente cuando ese sábado, al volver de Las Fábricas Universales con el dinero de sus costuras, el tío la llamó y le dijo: —Prevente; mañana a buena hora nos vamos a la calle. —¿Prevengo algo de comer? —Tonta, nos vamos a la manifestación. Tengo comprados ya dos boletos de un balcón del German American Hotel. Y como Angelita se mantuviera muda y perpleja, le explicó: —Maldito lo que a mí me importa el tal Almazán. Pero quiero ver cómo se conduce el pueblo ahora que tanto lo han amenazado los esbirros del presidente Cárdenas; quiero ver si ahora, que lo están matando de hambre, se resuelve a dejar de ser chinchorro como se resolvió un día contra Porfirio Díaz. Y el espectáculo había excedido a todas sus previsiones. Cenizas mal apagadas se encendieron en su reseco corazón de viejo impotente, refrescado por una ráfaga de juventud. Había entrado en su cuarto, ardiendo de sus mejillas y con sus ojos resplandecientes de regocijo. Y cuando, tendido en su cama, pudo dilatar ampliamente sus pulmones, dijo: —¡Aún hay sol en las bardas! Y dos lagrimotas rodaron por sus mejillas cobrizas y resquebrajadas.

Emmita está enamorada Al decir de Lolita, la que vende jaletinas en la vecindad, Emmita es una bola suelta. Sin embargo, nadie puede poner en duda que había nacido para una vida honesta. De nobles ambiciones, quiso primero ser artista de cine, pero las tres veces que actuó en la hora del aficionado de una radiodifusora muy escuchada, tres estrepitosos toques de campana la indujeron a abandonar ese camino y dejar en paz la Bohème de Puccini. Sus piernas curvas y fusiformes le cerraron las puertas de la Academia de Baile del Palacio de las Bellas Artes. Recorrió los estudios de nuestros más famosos pintores, ofreciéndose como modelo. Un guasón la contrató para el grupo de las Euménides de una tela superrealista. Emmita no logró identificarse ni sospechó siquiera que había sido feamente descuartizada, pero estuvo conforme. Al pedir la paga pudo enterarse de que todo había sido simplemente una «tomada de pelo». Ni el señor Benavides, linotipista de los Talleres Gráficos de la Nación, que se ufanaba tanto de poseer un concepto exacto y racional del universo y que tenía la manía de hacer cálculos matemáticos, habría podido resolver el problema de la edad de Emmita. Ella y su tía Tecla aseguraban que andaba cumpliendo los quince; pero Lolita, haciendo cuentas con los dedos, juraba que tenía sus veinticinco bien cumplidos. Pero con quince o veinticinco a Emmita le gustaba de vicio el baile y no había sábado que faltara al cabaret. Estaba, pues, sentada en una silla chaparrita, entre perros flacos y hambrientos, muchachos encuerados y ventrudos, bajo las banderolas de calzones y camisas lavados, fláccidas medias de

seda goteando hilillos de agua turbia en los tendederos, mientras dos escuintles hacían su aprendizaje de peinadoras en su crespa cabellera, dura y resignada además. Vio llegar al garrotero Juan Z. López y al instante se puso en guardia. Pero Zeta López se detuvo a platicar con el abonero que venía de puerta en puerta cobrando cuentas. —Con lo que hemos aventajado en civilización, esta nueva guerra entre las potencias no va a dejar rastros de Europa. —Alemania debe desaparecer del haz de la tierra —respondió el israelita, tragándose las palabras con furia y haciéndose más ininteligible. Con su natural falta de educación Zeta López se puso de manera de verle la cara de perfil y contra la luz como para cerciorarse de algo que no estaba en discusión. Pero eso mismo le ahorró la respuesta. El abonero se echó su tercio de ropa al hombro, y sin dejar de la mano su cuaderno de apuntes y su lápiz se encaminó hacia el fondo del anchuroso patio central. La vetusta casona era restos de una gran residencia, bárbaramente reparada por las sucesivas hordas revolucionarias. Convertida al fin en vecindad, conservaba todavía a la entrada, sobre el muro cuarteado y cacarizo del departamento uno, una bugambilia que como manto de flores moradas cubría los desperfectos. En el fondo, más allá de la torre de acero que sostenía los tinacos del agua, se levantaba un arco de cantera con un corazón en llamas esculpido en el cerramiento. En el muro sucio y encalichado había un altar de la Guadalupana en azulejos de Puebla. A sus pies una pequeña pila de agua bendita y más abajo el zapatero remendón durante las horas del día, y por la noche una linternita de petróleo mantenida viva por la piedad de algunas septuagenarias que ignoraban el mundo de hoy. Cuando el abonero dobló hacia el último pasillo, al pasar cerca del remendón, le dijo como

de costumbre, mirando los azulejos y la imagen de la Virgen: —La religión es el opio del pueblo. Y el zapatero, sin levantar los ojos de su remiendo, murmuró como de costumbre: —Judío mula, hijo de la ch… Tampoco el israelita se alteró y siguió hasta detenerse en el 40, habitado por las Escamillas. Los exteriores de las viviendas eran fieles imágenes de sus moradores. Así como en el 40 no había más que una jaula de hojalata y alambre con la puerta abierta y el perico haciendo circo y llenando el piso de migajas de pan; así, por ejemplo, en el 22, de la señorita Angelita, florecía eternamente una enredadera y a las veces una hiedra de grandes campánulas azules que le daba un aspecto rústico, provinciano y acogedor. Era verdad lo que aseguraba Emmita: «El viejito de arriba» a menudo se detenía a ver y a aspirar las frescas y aromosas flores, no obstante su aborrecimiento reprimido al ex militar villista que divertía sus insomnios cazando con un riflecito de salón los gatos merodeadores por pretiles y tejados, con tan buena puntería que era raro el que no quedaba tieso con un invisible proyectil bien colocado en la frente. Por ejemplo la Consentida del señor Pepito, que dio lugar a un gran escándalo, descubriendo los malos instintos del viejo baldado. La señorita Julia tuvo que pagar la curación de la patita rota, después de una penosa llamada a la Delegación de Policía. Pero «el viejito de arriba» no sólo era el amigo de las flores. Invariablemente, al bajar de la escalera con su saco de ixtle a comprar su leche y su pan, dejaba un pedazo de bizcocho duro al perico de las Escamillas, y el animalito, agradecido, le contestaba con una insolencia que se oía en los cuatro patios, reproduciendo con admirable fidelidad la voz y el tono de Evangelina, la mayor de las Escamillas. Zeta López saludó: —Emmita, buenas…

—Buenas… —¿Peinándote para la noche? —¿Me llevas al Follies Bergere? —Mejor al cabaret, que está más cerca. —¿Palabra? —Palabra. A poco salió de su cuarto en camiseta, desnudos los brazos y empapada la cabeza, a vaciar una cubeta llena de agua jabonosa en el resumidero del patio. Emmita entró a cambiarse de ropa. Se puso su vestido de fulgurante color rosa, muy escotado; zapatillas blancas de tacones plateados y mucho colorete en los labios. Pero cuando fue por Zeta López, éste, conforme a su maldita costumbre, se le había escapado. Llorando de cólera y resentimiento, volvió a su casa. —Don Pepe, lléveme al cabaret de Los Ángeles, por favor. Aquí no más, a unas cuantas cuadras. A don Pepe sí le gustaba Emmita. Se levantó, pues, de su cama y como no tenía más ropa que la que llevaba encima, le ofreció en seguida su brazo. Media hora caminaron al trote y en silencio, porque cada vez que don Pepe despegaba los labios, Emmita lo contenía: —Por favor, no me platique, don Pepe. A la puerta del cabaret le dio las gracias: —Ahora puede volverse, quiero entrar sola. Al primero que se encontró fue a Zeta López con su cara prieta y tableada, impasible como el que nada debe. —¡Qué palabra de hombre tienes! —Perdóname, Emmita, de a tiro se me olvidó… Animal de sangre fría, supo contentarla con un cariño. —Dame, pues, una cerveza. —No traigo ni un centavo. Entrando aquí me robaron la cartera. Emmita pidió dos, una para cada uno, y ella las

pagó. Haciendo milagros para no estrujar su vistosa falda, en un salto se puso sobre la mesa, procurando enseñar bien las piernas. No llegaba todavía el mariachi; en la radiola balaba atrozmente un cancionero, y al ritmo de una danza bailaban ya unas cuantas parejas. Se encendieron los foquillos eléctricos de colores, el salón se iluminó con sus muros desconchados, sus adornos de papel de china, sus guirnaldas desteñidas y mosqueadas, y estampas de propaganda: marcas de vinos, cervezas, cigarros, dulces y afeites. —¡Mira quién viene allí! —Por favor, Zeta López, que no me vea. En el señor Roque estaba su sino. Zarandeándose muy ufano, el cabo de cuadrillas se acercó enseñando sus dientes blancos y parejos en un rostro prieto y reseco. —Emmita… Venía de rigurosa etiqueta; overol azul de prusia, recién estrenado; camisa negra de cuello levantado sobre la nuca, zapatos color café claro muy relumbrosos y un sombrero de copa picuda y alas muy cortas. «El demonio de Zeta López se me escapa otra vez.» —Don Roque, buenas. —Me alegro de veras de verla, Emmita. De bebérsela con los ojos. —Yo también, don Roque. Y mientras ella ponía su rostro como Dolorosa de brocha gorda, el ídolo azteca hacía brillar sus dientes y sus conjuntivas amarillosas, casi aceitunadas. —La invito a bailar la pieza. —Sí, Emmita, baila con él. No puedes hacerle el desaire a nuestro buen amigo don Roque. El demonio de Zeta López con su natural perfidia la echó en los brazos de su camarada. En ese instante llegaron los del mariachi, se apagó la radiola y el salón se llenó de ruidosos aplausos, levantándose la muchedumbre al grito de:

—El barrilito… »Ya se me fue este canijo…» Emmita no opuso más resistencia y se dejó llevar por el señor Roque entre las parejas de bailadores que llenaban la sala. —Emmita, tengo seis meses de viudo. —¿Qué me cuenta, don Roque? —Y la hembra me hace falta… —El matrimonio es cosa seria… —Yo no la quiero asustar con eso. —Entonces hable mejor de otra cosa. Don Roque. Como si lo hubieran arrancado de uno de los altos relieves del Monumento de la Revolución. Inspiraba terror y risa. Sus mejillas arcillosas, sus labios más que gruesos, sin pelo de barba, sus líneas de pétrea inmovilidad. ¿Un sacrificador azteca? Nada de eso: un simple paria que de tanto verlo no da risa ni miedo. Porque la costumbre todo lo aplana. Aunque el salón estaba lleno, seguían entrando hombres y mujeres. Las Escamillas como chachalacas en un maizal. Dos fifíes, haciendo piruetas de circo, las acompañaban. Sentíanse reinas y arrogantemente barrían, con las largas colas de sus faldas de charmeuse brillantes, el confeti regado en el aserrín del piso. Un gordiflón de cara afeitada, cabeza muy negra y rizada, abultados carrillos y posaderas más abultadas todavía, levantó las mesas que aún quedaban en la sala y se las llevó a la cantina contigua. Emmita vio de lejos a Zeta López del brazo de Evangelina Escamilla. Se mordió los labios hasta hacerse sangre. Insensiblemente se fue llevando a don Roque hasta ponerse lado a lado de la pareja, y cuando estuvo cerca, dijo: —¡Qué mula eres, Zeta López! Evangelina prorrumpió en una carcajada, y entonces las lámparas incandescentes comenzaron también a bailar en los ojos cerrados de Emmita. —Don Roque, lléveme a la cantina. —¿Qué toma, mi alma?

—Un amargo para la bilis. La cantina estaba llena de choferes, rieleros, soldados, mecánicos y hasta fifíes de chaqueta corta con pretensiones de smoking, pantalones faldas y la cabeza luciente a fuerza de brillantina. El color amarillo oro del traje de Gracia Escamilla contrastaba con el rojo infernal de su hermana Libertad. Escotada hasta la cintura, mostraban espaldas y pechos prietos, atrozmente empolvados. Charlaban arrebatándose la palabra, sin permitir que nadie les metiera baza. Los fifíes vaselinados, de largas patillas negras, les ofrecieron cocteles. Zeta López vino y dejó a Evangelina con sus hermanas y más se animó el grupo. Salió a relucir con énfasis y arrogancia «nuestro hermano Cuauhtémoc, presidente de la cooperativa de turismo MéxicoLaredo, nuestro Buick flamante, yo misma lo llevaba cuando fuimos a San Antonio, Texas. ¡Qué panorama! Tamazunchale y dormimos en Tres Valles —¡un calor horroroso!—. Ésta batió el récord de velocidad y economía de gasolina y aceite, llevando el volante cuando fuimos a Acapulco. Nuestras llantas y carrocería como si acabaran de salir del almacén»… Los fifíes de pomada se picaron las costillas, cambiando sonrisas indiscretas. Entonces llegó «nuestro hermano Cuauhtémoc» repartiendo miradas protectoras y puñados de mano. Ni siquiera reparó en los que acompañaban a sus hermanas. —Aquí… una de Hennesy —gritó, después de dar una ruidosa palmada. Pagó con un billete de cincuenta pesos y las Escamillas se esponjaron a no caber en sus asientos. Los fifíes, comprendiendo que ahora estaban de sobra, se escurrieron contra la pared y pasaron al salón de baile, donde pudieron reír ya a sus anchas. Porque no eran sino unos pobres diablos de chafiretes de la línea San Bartolo-Los Remedios, que manejaban unas carcachas cuyos motores eran

lo único que servía. Pero conocían a nuestro hermano Cuauhtémoc, presidente de la cooperativa de turismo México-Laredo, porque llevaba a encerrar su Buick bajo el mismo viejo techo de láminas donde ellos guardaban sus autos. Pasada la medianoche entraron el coronel Piña Vega, su paisano el agente de publicaciones y algunos pulqueros escandalosos. Andaban buscando un mariachi para llevarles gallo a las Amézquitas de las calles de Mina. Evangelina se levantó a encontrar al coronel, y después de un abrazo fogoso, lo invitó a que bailara una pieza con ella. Emmita se consoló tanto de ver solo a Zeta López en un extremo de la cantina que se puso a charlar y a reír muy animadamente con don Roque. Hasta le preguntó cuánto sacaba de salario a la semana. —¡El barrilito! —gritó Piña Vega—. ¡Que viva el general Almazán! El barrilito, en aquellos días himno de los políticos oposicionistas, fue acogido con una tempestad de vítores y aplausos. Por las dudas, el agente de publicaciones, desconfiando de un ambiente tan caldeado, optó por esconderse en los excusados y no volvió a sacar la cabeza hasta que el coronel y su cortejo, del que ahora formaba parte el señor Cuauhtémoc, salió con el escándalo acostumbrado. Pero antes, el coronel, rodeado de sus admiradores del pulque, del volante y del riel, se puso a hacer reparto de los puestos más jugosos del Departamento Central, semillero de mordelones, pues que tenía como cierto que Almazán le daría la jefatura del departamento que él quisiera. —Somos íntimos, viejo, nos hablamos de tú desde la escuela. Por lo demás, acababa de afianzar su prestigio político en la inauguración de su primera pulquería, a la vista de todos sus parroquianos. Oyendo su relación se le caía la baba al camarada Cuauhtémoc.

—Vino, pues, el inspector y me dijo: hay muchas infracciones y si levanto el acta no se escapa de una multa de quinientos pesos. —Achíquemela, compadre, no sea malo. Lo llamó aparte y le dijo: —Vámonos arreglando entre usted y yo no más. ¿Cuánto? —Cincuenta pesos mensuales y no lo molesta nadie. —Las ventas están muy malas, déjemela por diez. —No estoy loco. —Que sean quince, pues. —Tengo que levantar el acta. —Bueno, compadre, no te voy a dar cincuenta, sino cincuenta mil almácigos de… Zumbó una de esas malas palabras que ponen emoción en los pechos mejor dotados. Y el mordelón, más avisado de lo que parecía, salió de estampía entre las risotadas de la clientela. Porque algo ha de aprender uno en los puestos administrativos; por ejemplo, cómo se arreglan estas operaciones comerciales directamente con los jefes en una bella noche de parranda. El baile estaba en su apogeo cuando el coronel con su acompañamiento lo abandonó. Gritaban las muchachas como si les hicieran cosquillas, rebuznaban los saxófonos, los músicos hacían ridículas piruetas mezclándose con la concurrencia. Rostros prietos y húmedos se juntaban con otros empastelados de colorete; había ojos agrandados de aves nocturnas, otros quemándose, todo en un ambiente de lujuria al rojo blanco. No era extraño que algunas parejas grave y calladamente se ausentaran del salón. También el señor Roque tuvo que despedirse excusándose por su trabajo muy temprano al otro día. Emmita se reconcilió con Zeta López y le hizo una declaración: —¡Si vieras cómo me gustas, Zeta López!… —Yo nunca he perdido a una mujer, Emmita.

—Por eso mismo… porque quiero que me eduques a tu modo… —Pide, pues, dos cervezas…

Amanecía: los filamentos incandescentes ponían reflejos rojizos en las mejillas pálidas y marchitas, en las hondas ojeras, en los vestidos ajados de las pocas parejas que aún seguían bailando al ritmo bárbaro de una orquestola. Del piso mojado se levantaba un olor acre, nauseoso, insoportable. Frente a un mostrador de mármol el cantinero dormía, las manos cruzadas sobre el pecho, beatíficamente. Emmita y Zeta López, sentados frente a unos vasos vacíos con espuma de cerveza en los bordes, despertaron bruscamente, cuando una mano los removió con aspereza. —Es hora de cerrar. No había más parroquianos. Entreabrieron los ojos sin comprender. —Que se vayan, vamos a cerrar —les gritó el afeminado de cabeza rizada y abultadas posaderas. En la calle acabaron de despertar y Emmita sintió un relámpago de cólera. —¡De veras que eres muy mula, Zeta López! —Me lo has repetido toda la noche, Emmita. El tránsito de trenes y camiones se había suspendido. Caminaron largo trecho, sin hablar, muy abatidos. Se oyó el lejano silbato de un velador. Encontraron un auto apretado de trasnochadores que los saludaron con leperadas. Ya en la puerta de la vecindad, Zeta López, arrepentido de su conducta poco caballerosa, excediéndose a sí mismo, dijo: —¿Te gustaría ir el domingo a Cuernavaca, Emmita? ¿O dentro de quince días a Querétaro? Emmita reflexionó. Luego respondió muy seria: —A mí me gustan mucho los viajes: el domingo iremos a Cuernavaca y dentro de quince días a Querétaro.

Nuestro hermano Cuauhtémoc Las Escamillas servían como criadas en un pueblo del Estado de México, antes de venirse a México. Mantenían a sus viejos padres y a dos hermanos. El viejo era alcohólico y padecía de reumatismo. Por las mañanas, arrastrando sus piernas, se encaminaba a la acera del frente de su casa con una sillita de tules en las manos a tomar el sol. Fumaba, gruñía y dormía, hasta que una agria insolencia de doña Panta, su mujer, lo llamaba a comer. Entraba arrastrando la silla, comía con apetito devorador y en seguida venía a sentarse a la otra acera siguiéndole siempre la cara al sol. A las invectivas de doña Panta, que juraba con feas palabras que el reumatismo no era más que flojera y pretexto para no trabajar y que otros más viejos y enfermos que él todavía sostenían sus casas, solía contestarle con un sordo rumor de voces, que era igual a no haber dicho nada. Apenas desaparecía el último filetillo de sol de los pretiles, entraba y calladamente se metía en su cama. Benito, el hermano mayor, era un holgazán que se pasaba la vida de vagabundo y era más lo que sacaba de la casa que lo que traía. El más chico sufría las consecuencias de un ataque de parálisis infantil, siendo sólo una carga para la familia. Por tanto, cuando las muchachas decidieron venirse a México, con la perspectiva de mejorar sus sueldos, nadie les puso objeciones y hasta las siguieron con regocijo. Se instalaron en una sucia vecindad de Atlampa, entre gente de hampa, a corta distancia de La Perla, fábrica de galletas y pastas y sopas, donde encontraron trabajo. Creyendo que México era Atlampa, aceptaron

en seguida y de buen grado costumbres y maneras muy inferiores a las que habían traído del pueblo; doña Panta les aconsejaba muy satisfecha: «A la tierra que fueres, hacer lo que vieres». Los hombres se dieron al pulque y las muchachas al cabaret, que, a las veces, dejaba mejores rendimientos y más prontos que la harinera. El viejo se sintió aliviado de su reumatismo y pudo concurrir a la pulquería como en sus mejores tiempos. Con mínima resistencia, pronto comenzó a ponerse como batracio, se le llenó la barriga y reventó en el hospital. Las niñas atraparon muchas roñas y tuvieron que acudir a los dispensarios a darse una blanqueada. En cuanto Benito husmeó la catástrofe, haciéndola de valiente, dijo: —México me cae muy gordo; me voy al Norte, donde de veras se gana dinero. Naturalmente, nadie lo detuvo. Pertenecían a una familia de cocheros, famosa por mal hablada y pendenciera. Por el honor del nombre, las muchachas lucharon por asentar su fama en el barrio. Pero no ya en Atlampa, donde habían recogido tan rápida y brutal experiencia, sino en una gran vecindad de la calzada de Nonoalco, por Santa María de la Ribera, no muy lejos de La Perla. Su radio hasta la madrugada, sus borracheras dominicales, sus amistades con chafiretes, amigos de el Impedido, pronto les dieron el prestigio que ambicionaban. Eso y su vivienda, que estaba en el fondo del último pasillo, a inmediaciones de los excusados. La muerte del jefe de la casa y la ausencia de Benito hacían recaer los derechos de sucesión en el Impedido. Tendría dieciséis años, pero aparentaba doce o trece. Flaco, sarmentoso, arrastraba una pierna y llevaba un brazo encogido, pegado a las costillas. Como todos los lisiados, era un abismo de odios gratuitos y resentimientos; su boca daba envidia a las verduleras. No se embriagaba porque sufría ataques epilépticos que lo mantenían semanas enteras en estado de embrutecimiento. Cuando se oía el pito de la harina anunciando la salida de un

turno de trabajadores y la entrada de otro, cogía la jarra de peltre del lavamanos y se encaminaba a La Reina Xóchitl. Cuando llegaban las muchachas de su trabajo ya él estaba de vuelta con la jarra de pulque desparramándose por sus bordes. Con todo y su impotencia, era la fierecilla más temible de la casa. Si algún desprevenido, ignorante de sus mañas, se aventuraba a bromearlo, mañosamente espiaba un momento de descuido y con la rapidez de una serpiente daba un salto sobre su adversario y lo prendía con los dientes, con las uñas, desgarrándole ropa y pellejo, en medio de la hilaridad de su madre y de sus hermanas, que se ufanaban como de un legítimo triunfo de la familia. Pero no eran el pulque ni la radio las pasiones dominantes de las chicas, sino el automóvil. Mermándole un tostón diario al jornal, se compraron a plazos un Cadillac de desecho, que, aparte de la manía de pararse a destiempo, tenía el defecto de sus malolientes resoplidos y un tronerío de hierros y palos que lo ponía a uno con el alma en un hilo. Sin embargo, Evangelina lo manejaba con soltura y elegancia y los domingos salían las tres hermanas muy orondas sin saludar a sus amistades de la vecindad. El día menos pensado llegó Benito de Torreón, dándose mucha importancia: —Gané buen dinero y soy dueño de una línea de coches de turismo. Y desde luego las cosas cambiaron radicalmente en el 40 de las Escamillas. Los contertulios habituales fueron recibidos con las puertas en la cara. Evangelina estuvo a punto de estrangular al perico que, conforme a su costumbre, recibió a «nuestro hermano Cuauhtémoc» con una sonora insolencia. Pero Cuauhtémoc lo encontró gracioso y le perdonó la vida. —Nuestro hermano Cuauhtémoc acaba de llegar de Torreón y es muy delicado. Viene por sus negocios, es dueño de muchos coches y presidente de la cooperativa de turismos México-Laredo. Así

es que nos dispensa mucho, Chabelón, pero háganos el favor de no seguirnos visitando. —Nuestro hermano Cuauhtémoc, doña Lolita, ha comprado ya un lote en la colonia del Hipódromo. Va a construir una residencia y pronto dejaremos esta mugre de casa.

En los libros del registro civil del pueblo estaba asentado con el nombre de Benito, pero cuando sus hermanas lo vieron tan bien vestido y lo oyeron expresarse como hablan los patrones, opinaron que su nombre de pila no era adecuado para hacer fortuna en la capital. Con razones irrecusables le demostraron que el nombre tiene una influencia decisiva en la vida y que, por tanto, debería llamarse Cuauhtémoc, así como ellas ya no se llamaban lo mismo: Panta era ahora Tórtola; Torcuata, Evangelina; Rosalía, Libertad, y Nicasia, Gracia. El carretero, evolucionado a chofer, admiró los progresos espirituales de sus hermanas y, encontrando sabio y pertinente su consejo, desde luego lo aceptó. Su vida en el Norte le había dado una visión muy amplia de los hombres. Tenía tres días ya en Chihuahua a dieta de agua y tuvo al fin que resolverse a darse de alta en el cuartel. Hábil de boca y maneras, consiguió que el coronel se lo llevara como su chofer. Pasaron algunos meses, estalló la revolución escobarista, hubo movilización de tropas, y las vísperas de salir de Chihuahua con su regimiento, encargado de llevar un traje y un abrigo de su coronel a la planchaduría, en vez de tomar otro camino siguió por el de la estación del ferrocarril, se trepó en un tren de carga y como «mosca» llegó a Torreón. Bien vestido, buscó desde luego trabajo con algún rico industrial; pero tropezó con el sindicato, que sin más le cerró las puertas. Tuvo que empeñar el traje y el sobretodo para comer unas semanas; se le agotaron los recursos y lavó platos en los

restaurantes. Torreón es un centro comercial de primer orden; se va a Torreón por negocio, se vive en Torreón por negocio y allí nadie piensa más que en hacerse rico. Pero Benito se daba de santos con encontrar qué comer. Con muchos trabajos y mañas logró al fin colarse en el sindicato de choferes, previa su filiación en el partido comunista. Comenzó cubriendo vacantes temporales en camiones de carga, luego manejó un coche de ruleteo hasta que la casualidad lo puso frente de un viejo rico español que se lo llevó a su casa. Benito se expresaba con soltura y sabía cuadrarse con gallardía militar para recibir órdenes de sus patrones. El español, rico algodonero de la Laguna, se llamaba don Alfonso. Estaba casado con la señora Piedad, una mujer alta, morena, de ojos oscuros, nariz recta, un poco pronunciada, y labios muy encendidos. No podía tener más de la mitad de los años de su marido y en su pecho respiraba el trópico. Pero a Benito no le simpatizó porque era muy altiva y hasta insolente con los criados. Por educación, medio y herencia, Benito detestaba (en secreto) a sus patrones y los adulaba servilmente a ojos vistas. Mordido por la miseria, azuzado por el resentimiento, se afilió al partido comunista y se entusiasmó por él cuando vislumbró que no carecía de facultades de líder y de que podría ocupar un sitio privilegiado en «una sociedad sin clases». Un tal Miguelito, sujeto tímido y ridículo, que sólo sabía festejar a todo el mundo y obedecer a cuantos lo mandaban, chofer de ruleteo y poquita cosa para todo, fue el que lo presentó con los jefes del partido. Una vez dentro de él, no se volvió a ocupar de su infeliz protector, lo miraba con desprecio y acabó por negarle el saludo, como perfecto desconocido. En la suntuosa residencia de don Alfonso, Benito limó sus maneras y lenguaje, imitando cuanto le parecía necesario para adquirir el porte de hombre educado.

Una tarde de calor sofocante, la señora Piedad le ordenó la llevara a Lerdo, oasis de frescura en aquella enorme boca de horno. Don Alfonso se quedaba en su despacho. Estuvo amable y hasta comunicativa. En el corazón de Benito prendió una esperanza. Se repitió el paseo en otra ocasión por la carretera de Torreón a Monterrey. El auto sufrió una avería y Benito tuvo que bajarse a repararla. Estaba inclinado, las mangas de la camisa arriba de los codos, mostrando sus brazos morenos y duros como el acero, en armonía con sus flancos de pétrea firmeza y sus pies clavados en la tierra. La señora Piedad se conmovió: —Benito, usted ha de pertenecer a alguna familia decente venida a menos, ¿verdad? Medio incorporado, sin mostrar sorpresa alguna, Benito ahogó un hondo suspiro: —Aunque me esté feo el decirlo, señora: yo nací en pañales muy finos. —Se adivina sin que usted lo diga. Se acabó de incorporar, sacó un gran pañuelo para enjugar su frente ardorosa y, limpiándose el aceite que manchaba sus manos, agregó con imperturbabilidad simpática: —La revolución no sólo me quitó a mis padres, sino hasta la fina educación que debieron darme. A la señora Piedad se le arrasaron los ojos. Pero Benito tenía la lengua suelta y doña Piedad, alarmada, le recordó su verdadera condición, ordenándole con su habitual altivez que regresaran a Torreón. Esa noche, luego que Benito encerró el auto, salió frotándose las manos con alegría y entró en un restaurante caro. «A cuenta adelantada, porque este negocio está hecho.» Macho intuitivo. Tres veces volvieron a Lerdo sin la monserga de don Alfonso. Pero Benito observó una conducta irreprochable. Hay que dejar a que de maduras se caigan las uvas. Y se cayeron. —¿Qué ambiciones tienes, Benito? —Salir de esta condición de gato y volver a ser

lo que fui. Ahora le tocó a Benito enternecerse hasta el llanto: —Hay un Buick casi nuevo, de ocasión, que podría yo manejar como dueño. —Pide la factura y llévasela a mi primo Luis. Pero a los pocos meses de manejar su Buick, Benito se tiró de los cabellos. Soy un perfecto imbécil: me he contentado con esta mugre de coche viejo. Y un día se metió en la casa de su antiguo patrón don Alfonso, a la hora en que se encontraba en su oficina. Logró colarse hasta la recámara de la patrona y con mucho desparpajo le contó que le había ido mal en el negocio. La señora Piedad lo recibió con un modo nada acogedor. Benito acudió entonces a las frases tiernas y conmovedoras, se acordó de su triste niñez y de sus años de infortunio, pero tampoco esto le dio resultado. Ya la señora Piedad no le preguntó qué le hacía falta, sino quién lo había facultado para meterse en su casa. Benito rechinó los dientes y dijo tremando de cólera: —Necesito un Lincoln nuevo. Y como la señora Piedad nada le contestara, agregó con rabia muy mal contenida: —Usted sabe bien que puedo armarle un escándalo a la hora que yo quiera. —¡Qué malo!… No tuvo la perspicacia ni la inteligencia para adivinar la sangrienta ironía de aquellas palabras. —No es necesario que me dé el dinero, sáquele la firma a don Alfonso y con eso tengo. —Hay algo más sencillo, Benito —habló al fin la señora Piedad con una quietud que a otro cualquiera habría puesto en guardia—. Vaya a lo de mi primo Luis y él lo arreglará todo. Sacó una tarjeta de un cajoncillo de su tocador y se la dio: —Con eso le basta. La señora Piedad era más lista de lo que el chofer se había imaginado.

—¿Qué es, pues, lo que tú quieres? Desde luego el tú le hizo cosquillas, pero más lo irritó el gesto con que el primo Luis lo recibía. ¿Me trata como a cualquier chantajista? Vamos a ver. —Un Lincoln nuevo que me prometió la patrona. —¿En pago de qué servicios? Y el muy idiota se rió como quien ha hecho una plausible diablura. —Muy bien. Te doy seis horas de plazo para que te largues de Torreón o para denunciarte como desertor del ejército o para meterte una bala en la cabeza por chantajista y ratero. Elige. Y así fue como Benito, hoy «nuestro hermano Cuauhtémoc», reapareció en México con un Buick de medio uso y muchas historias en la cabeza.

Buzón de nuestros lectores Regularmente los domingos salen las Escamillas armando gran algarabía y diciendo una que otra leperada o insolencia que festejan a carcajadas. Sus tacones resuenan en el cemento como el paso de una caballería herrada. El dulce sosiego en que entra el vecindario es señal inequívoca de que se han ido. Pero aquel domingo permanecían quietas y desazonadas en su casa. El fogonero Pedroza, que estaba franco, viéndolas tan contristadas en la puerta del 40, les preguntó por qué estaban tan tranquilas siendo día de fiesta. —Porque no nos acabaron nuestros trajes y no podemos ir a la manifestación. —Pero si para eso el vestido sale sobrando, niñas. Libertad se enojó: —Estamos cansadas de bañarnos dondequiera y de que nos miren todos los fisgones del mundo. No es por eso, ¡vaya!… Pero, aunque Libertad lo negara, la verdadera causa de su disgusto era que perdían una de las grandes ocasiones de la vida. Había un desfile cívico-atlético de los que el gobierno organiza periódicamente para demostrarse su popularidad, obligando a sus empleados y a los obreros sindicalizados a exhibirse medio desnudos por las avenidas principales de la capital. ¿Qué muchacha y aun vieja moderna es capaz de resistir a tan tentadora oportunidad? Libertad tenía la frente estrecha y vellosa de borriquito de un mes en armonía con una larga jeta, piernas cascorvas y mala suerte en amores. Por eso, cuando regresaron desoladas a su cuarto, para

entretener el tiempo, se puso a escribir un remitido para el Buzón de Nuestros Lectores. Subió en un autobús de La Rosa y se apeó en el Correo a depositar su misiva, escrita con graciosos garabatos en una hoja de papel azul de novios. A la sazón, una semana más tarde, Miguelito estaba dándose grasa en una banca de la Alameda, cuando un chamaco le ofreció una revista por un quinto. Y Miguelito leyó distraídamente: »… mi estatura es de un metro cuarenta y ocho centímetros, peso cincuenta kilos, soy gordita, no fea y dicen que muy agraciada y simpática. Me gustan la bicicleta, la natación; soy apasionada por el cine y me agrada moderadamente el baile. Solicito correspondencia con joven de veinte a veinticinco años, de cuerpo regular, de buen carácter con algo de dinero y muchos deseos de prosperar. Objeto matrimonio. Dirigir fotografías y correspondencia a la calzada de Nonoalco…». Miguelito acabó la lectura vivamente interesado, sintió el aleteo de su corazón y, con ansia de que el bolero terminara, murmuró casi en voz alta: —Me sigue la buena suerte: esto es precisamente lo que ahora necesito. Se guardó cuidadosamente el recorte en una vieja y sudosa cartera y tomó por las calles de Tacuba, deteniéndose frente a un gran letrero de neón: Fotografía Lumière. Pero no, primero a la peluquería a que nos deje buenos mozos. Después en tres zancadas alcanzó el tercer piso. Pidió una docena tamaño postal y una amplificación en colores. Ésta es para la sala. Dinero y tiempo perdidos, por lo demás. Porque al otro día, ansioso de explorar el terreno de sus futuras actividades, fue a buscar el número de la casa en la calzada de Nonoalco. Vagó de un rumbo a otro, desentonando con su traje nuevecito de casimir inglés, no sólo con los overoles y manta de los obreros y proletarios del rumbo, sino hasta con

uno que otro fifí mostrenco. Atardecía y comenzaban a levantarse los puestos. Se le abrió el apetito y apresurado se acercó a uno de fruta y verduras. Vio en cazuelitas de barro tunas rojas, frescas y previamente asperjadas del agua de una cubeta. ¡Deliciosas a esta hora! Se limpió los labios con su pañuelo, saboreando la última, y pagó. Siguió por la misma acera. El rizo de oro le arrojó una bocanada de kananga; El fiel amigo el olor agrio del maíz cocido de muchos días. Protegida por Salubridad, la limpieza brilla en todas partes: las molineras llevan túnicas de manta y una gorra blanca a la cabeza dejando escapar chorros de cabellos sucios con presunción de mucho bicho; los uniformes, pringados de masa en las caras y brazos prietos costrudos, dan náuseas. Las manos se hunden en la pasta compacta del maíz cocido y molido, y la sacan a puñados a la báscula que hace rebrillar su brazo niquelado. Bobeando a las puertas del molino de nixtamal, Miguelito vio de pronto pasar una gente conocida. Me parece que es el camarada Benito. ¿Le hablo? ¿No le hablo? En un sí o en un no está cifrado nuestro destino. Sí, le hablo. —Benito, camarada Benito. El señor Cuauhtémoc volvió su rostro con agrio gesto. Pero haya sido por una inspiración del cielo o simplemente por electo del flux de casimir fino, el sombrero y los choclos americanos, la corbata de seda, bruscamente se humanizó: —¿Quién?… —Sí, camarada, soy yo… —¿Miguelito?… —El mismo… Miguelito el de Torreón, camarada Benito. —¡Hijo de mi alma, ven a mis brazos!… Pero acá, muy en lo reservado, te advierto que no debes seguir llamándome Benito. En México me conocen con mi verdadero nombre… (Tú comprendes, compromisos de la vida.) Me llamo Cuauhtémoc y

así has de seguir hablándome. Pero a todo esto, explícate, Miguelito. —Si le parece entraremos a tomarnos un pulquito. —Ahora cuéntame de tu vida, querido Miguelito. ¡Tanto que me acuerdo de ti! Entraron en La Reina Xóchitl. De La Reina Xóchitl salieron fraternalmente abrazados. —Quiero presentarte con mi familia. Es necesario que nos tratemos como hermanos. Mi casa es la tuya. Desmedrado, descolorido, pañoso, con ojos de borrega moribunda y tan tímido, que hasta para dar los buenos días a las muchachas se puso como un granate. Eso y el traje que le venía como de prestado fue suficiente motivo para que Evangelina, dejando caer la jeta, refunfuñara en vez de responder a la presentación. —Miguelito viene a México a buscar un buen negocio —explicó el señor Cuauhtémoc, poniendo los puntos sobre las íes—. No tiene relaciones y le hace falta gente de confianza que lo oriente. ¿Para cuándo, pues, son los amigos? Evangelina lo oía, sin comprender. —Hermano Cuauhtémoc, dispénsame; pero no hay quién pueda ir ahora a la calle. Libertad está todavía en el salón de belleza y Gracia no vuelve con el mandado. —Miguelito acaba de sacarse el gordo de la Nacional, ¡fíjate! Somos viejos camaradas y tengo la obligación de ayudarle. México está plagado de tiburones, y si lo dejamos solo, se lo tragan. —Está bien. Entonces iré yo misma a La Flor de México por manteca, jamón, huevos y algo más de recaudo. Mientras, tú compras la cerveza —y cínicamente regocijada salió corriendo a la calle. Ahora sí tendremos bicicletas. Nos llega como llovido del cielo. Por esos días las Escamillas andaban locas; desde que vieron a Diana Durbin en Loca por la

música, pedaleando con otras chicas del cine. Ellas, como todo México cursi, no pensaban sino en pasear en bicicleta por el bosque de Chapultepec. Una agencia las anunciaba por radio en condiciones verdaderamente ventajosas: «Con un tostón diario se lleva en el acto su bicicleta». Un tostón como quiera se le merma al diario con amarrarse un poco la tripa. Pero ¿el tostón del Cadillac y la fianza? Evangelina esperó el momento oportuno a la hora de la cena. Después de algunas libaciones que establecieron la confianza, dijo: —Tenemos unas bicicletas en trato y sólo nos falta una firma. Es muy molesto abonar un tostón diario y más cómodo pagarlo todo por quincenas. Miguelito comprendió la intención y, regocijado de poder corresponder a las finezas de la familia, sin desembolsar un centavo, respondió que contaran con sus bicicletas. Naturalmente, a las Escamillas se les olvidó cumplir con la cláusula del contrato relativa a los abonos mensuales, y Miguelito nunca se atrevió a recordársela. También a Miguelito se le olvidaría el recorte de Buzón de Nuestros Lectores desbaratado en dobleces en la bolsa de pecho de su saco, porque Evangelina, desde los primeros días, se enamoró de él. Por consiguiente, a cada domingo las Escamillas salían de la vecindad muy orgullosas en sus flamantes bicicletas, haciéndose las desconocidas. Miguelito las seguía a distancia en un fordcito de a uno cincuenta la hora. A eso se reducía su papel, amén de pagar los refrescos y un kilo de barbacoa con salsa borracha y tortillas, porque en esos días ni lumbre se encendía en la casa y doña Tórtola los pasaba siempre de visita en las ajenas. Como brota la hierba en los empedrados de las calles, así brotó Miguelito en su pueblo. La gente poco a poco se dio cuenta de su existencia: tenía la rara virtud de hacerse inadvertido en todas partes. Era un pequeño desarrapado, sin sombrero ni

zapatos, pálido y enclenque, pero siempre con una buena sonrisa en los labios. Hacía cuanto le mandaban «por lo que sea su voluntad». Se metía en los festines ayudando con las cajas de champaña, al teatro con la caja del violín y a los toros con el zarzo de las banderillas o con la tambora de la banda. No había fiesta, pues, sin Miguelito. Un piadoso vecino, compadecido de él, le puso unos pantalones viejos y unos zapatos donde habría nadado y se lo llevó a su casa con un peso semanal «para tus chuchulucos». Tenía la cara tableada, el perfil acentuado en rectas y ángulos agudos, los ojos tan pequeños que se le perdían totalmente cuando su boca se abría en una contorsión extraña y no podría asegurarse si reía o lloraba. Supo conquistarse a la cocinera de tal suerte que antes de un mes había subido tres kilos de peso; obligó con buenas maneras al chofer a que le enseñara su oficio, y cuando el pobre viejo cayó en cama de pulmonía para no levantarse más, lo sucedió en el puesto, con regocijo de su patrón, que se ahorró el pago de un sueldo. Pero un malintencionado le dijo: —No te dejes, Miguelito, te están robando: en Torreón un chofer se gana sus ocho o diez pesos diarios con la mano en la cintura. Miguelito, con el apodo del Chumino, hizo un lío con su ropa y su cobija y sin decir adiós se fue a la estación a comprar un boleto de segunda a Torreón. Primero lavó autos en un garage, luego se afilió al partido comunista, que le ofreció el oro y el moro; entró en el sindicato de choferes, y a poco comenzó a manejar coches. Ya tenía hechos algunos ahorros cuando un gendarme ebrio se le atravesó en su camino y le cortó la carrera. Mientras se hicieron las investigaciones y pudo demostrarse que no había tenido culpa en el accidente estuvo en la prisión, acabó con sus centavos y perdió el puesto. Libre al fin, se puso a meditar en su triste suerte en una esquina de la plaza principal, cuando se soltó un ventarrón que oscureció el cielo y la

tierra. Del tablero de un expendio de cigarros y refrescos se desprendió una hoja que el viento le llevó a las manos. Era una lista de la Lotería Nacional. Se acordó de que llevaba un número de la de doscientos mil, del que no se había vuelto a acordar. Lo llevaba muy amigado en el bolsillo trasero de su overol. Lo desdobló cuidadosamente cuando terminó la ventisca y confrontó su número con la lista. Poco le faltó para dar el batacazo en el suelo. El piso se le había escapado y la cabeza le daba vueltas. —Tengo hambre —le dijo al desconocido que acudió a sostenerlo. —Dios se lo pague —agregó tomando el diez de níquel que el buen hombre le regaló. No tenía más que ir con Benito a que le prestara unos veinte pesos. Era el único que le debía favores. Pero en los garages le informaron que de la noche a la mañana Benito había desaparecido de Torreón. Vendió su sobretodo y su traje de casimir en cinco pesos. Y con cinco pesos en la bolsa se fue a la estación del ferrocarril. Con tan buena suerte que se encontró a un garrotero, paisano suyo, que corría con un tren de carga de Torreón a Zacatecas. Se lo llevó de «mosca» y en Zacatecas lo recomendó con el compa para que lo dejara en Irapuato. —De Irapuato a México el tirón ya no es tan largo, y como quiera llegas, Miguelito. Pero en Silao, antes de Irapuato, un inspector lo atrapó agazapado entre dos tinacos de aceite y lo entregó a la policía. Fue su felicidad otra vez, porque en la prisión ganó comiendo lo que había perdido en el camino, y uno de los presos le regaló cinco pesos para alivio de sus necesidades. Estaba, pues, salvado. Tomando boletos escalonados y adquiridos de otros pasajeros, llegó por fin a México un mediodía. Tomó un coche porque ya sus piernas se negaban a seguirlo sosteniendo. Cobró su premio y, medio muerto de hambre, entró en el primer restaurante que encontró abierto todavía. Ocho días estuvo en cama en el

hotel, curándose la indigestión. Estaba en la convalecencia cuando la suerte, encariñada con él, le llevó en el Buzón de Nuestros Lectores el complemento de su felicidad. No pasaron muchos días sin que el camarada Cuauhtémoc le anunciara un buen negocio: —Hay una gasolinera en San Rafael que nos deja diez pesos diarios a cada uno, sin más trabajo que estar recogiendo el dinero. Vamos en seguida a verla, Miguelito. Evangelina aplaudió con entusiasmo, y aprovechando un momento de distracción de su hermano Cuauhtémoc, le dio un abrazo y un beso a su novio, provocando la envidia y los celos de sus hermanas.

Turismo criollo Los muros relavados por la lina llovizna de la madrugada, las bugambilias cuajadas de flores moradas y rojas como pesado manto sobre la fachada del departamento uno, la yedra de campánulas azules con perlas de agua en la vivienda de la señorita Angelita, los cenzontles en la de Lolita, los gorriones piando y saltando en la armazón de hierro de los tinacos, los primeros rayos de sol temblorosos en el rocío de las hojas y el azul purísimo del cielo, todo era un canto de alabanzas a Dios. Pero Emmita y Zeta López pocas noticias tuvieron de Dios, y él se ocupaba, en el momento, de arreglar su trinchera imitación de piel, de modo de mostrar su camisa de a doce pesos, y ella abría su abrigo de algodón azul para mirarse y remirarse sus pantalones de cretona amarilla con flores azules. Llevaba una valija en la mano, sombrero de soyate a la espalda sostenido con una cinta color de rosa, y Zeta López el canasto de las provisiones. —¿No te parece que en el mismo camión almorcemos? Ven, vamos a comprar algo al puesto. En la esquina, cerca de un cerro de basura en fermentación, una vieja haraposa recalentaba y freía pambazos en un comal de hierro, raso de aceite vaporizante. Zeta López pidió cinco tamales de azúcar y cinco de pollo, los envolvió en una hoja de El Nacional, mientras los gozques lamían las hojas enchiladas tiradas en el suelo o metían golosamente sus largos hocicos en el basurero. Siguieron recorriendo los puestos. Emmita compró lechugas.

—En Cuernavaca hace un calor de todos los diablos. Otra vieja asperjaba hortalizas con agua turbia que sacaba a dos manos de una cubeta, dejándolas frescas y lozanas como regadas por el mismo rocío de la noche. Hebrudas zanahorias, cebollas cabezonas, coles esponjadas, jitomates medio podridos y todos los desechos con que el mercado de La Merced abastece los barrios pobres. Zeta López puso cuatro lechugas mustias y arrugadas dentro del canasto. —Anda, pronto, porque perdemos la corrida de las ocho. En veinte minutos un tren de La Rosa los dejó en el Zócalo. Pero el autobús de segunda a Cuernavaca llevaba todos los asientos ocupados y hasta pasajeros de pie. —No le hace; vamos subiendo, vente. A ver si alguna alma compasiva me cede su lugar. Emmita no esperó la respuesta y saltó dentro del autobús. Lograron acomodarse, tan apretados que no podían mover pie ni mano. —Vale más bajarnos y cambiar nuestros boletos para la otra corrida. No contestó ni se movió de su lugar y el camión se echó a andar. —Voy muy contenta así… Contigo me aguantaría hasta el otro mundo —le dijo en voz baja a Zeta López, enfurruñado porque le había dejado pagar los pasajes. Repegados cuerpo a cuerpo, sin defensa, eso era un número imprevisto en el programa que cuadraba maravillosamente con sus designios. Pero (¡qué mula eres, Zeta López!) el garrotero se curaba de toda idea impura no más con ver aquel par de clavículas que serpenteaban en un cuello de viejo zopilote bajo una piel áspera y prieta, rebelde a todos los afeites. Emmita podía presumir el desastre de la excursión desde luego, pero cerró sus sentidos y dijo: «Salimos a divertirnos y a gozar». Antes de tomar el autobús al balneario se

sentaron en una banca de la plaza de Cuernavaca a almorzar sus tamales con dos vasos de limonada. Llegaron al balneario cuando eran más los mirones que las bañistas. Una se tendía en el estanque haciendo angelitos y la otra manoteaba dando retumbos que levantaban blancos copos de espuma. Salió otra más con la cabeza empapada, enrojecidos los ojos y la nariz anhelante. —¡Mira qué popocha! —Si no se dejan ver aquí en cueros, ¿dónde? Una pareja de jóvenes artesanos prorrumpió en grosera carcajada, en los propios oídos de la bañista. Emmita escuchó la advertencia con zozobra, y cuando Zeta López preguntó por qué no entraba en la caseta a desvestirse, respondió con gravedad cómica: —¿Y qué voy a hacer yo con esas focas? Zeta López se echó a reír, no precisamente de las focas, sino de la que él estaba viendo con los ojos cerrados. Emmita y sus piernas cascorvas, sus pantorrillas abotijadas, sus caderas indefinidamente incipientes y sus enormes pies planos. Siguió llegando la gente y a poco, todo estaba lleno. Se aburrieron del museo viviente de deformidades por exceso o deficiencia; mujeres ventrudas como sapos y otras más flacas que chapulines. Subieron una pendiente pedregosa del bosque y se pusieron a comer. En toda excursión campestre es obligatorio estar contento. Por tanto, devoraron sus provisiones jurando que estaban muy ricas, y luego, a la sombra de un roble, admiraron el paisaje. Emmita hablaba como una cotorra, estrellándose constantemente contra el mutismo pétreo de Zeta López. Hasta que se declaró vencida y le pidió que la llevara al Casino de la Selva. —Estás loca. Allí no va más que la gente que puede gastar mucho dinero. —Tienes fama de codo, Zeta López. —Pides una copa de tequila y no ajustas con lo que llevas.

—Pues llévame de todos modos; aunque sea por fuera quiero conocerlo. Zeta López acabó de enmudecer, con los remordimientos del peso que gastaba en el coche. —Vamos a tomar unos refrescos de tamarindo; yo los pago —dijo Emmita, bajando en un puestecillo de mala muerte a inmediaciones del Casino. Tomaron unos asientos cojos, y ya tenían sus vasos en la mano cuando llegaron las Escamillas con el hermano Cuauhtémoc y su socio Miguelito. Se reconocieron y se saludaron con inesperada efusión: —Las dejo en magnífica compañía —dijo el señor Cuauhtémoc sin detenerse— mientras voy a arreglar un asunto. Antes de media hora estoy aquí con mi coche para que regresemos juntos a México. Lo miraron alelados, incluso el mismo Miguelito, que no pudo saber adónde iba tan intempestivamente. En verdad buscaba una ocasión para deshacerse de su socio y arreglar el negocio, objeto verdadero de su viaje. Le importaba el traspaso de una gasolinera de la colonia de San Rafael donde regularmente se surtía de gasolina y lubricante. Algo le había insinuado el propietario, que quería deshacerse de ella porque un padecimiento bronquial crónico lo obligaba a vivir en Cuernavaca y no le permitía atenderlo. Obtuvo, pues, una entrevista con él y le dijo: —Patrón, le tengo un marchante para la gasolinera. —Tú dices… —Todo es que usted se me ponga a tiro. —Ya lo sabes: mercancía a precio de factura y mil pesos de guantes. —Hasta las ganas me vende, patrón. —Y doscientos pesos de comisión para ti. —Deme los quinientos y le haremos la lucha. —Cuatrocientos si me lo traes con el dinero en la mano. Ni una palabra más. —Ni una palabra más, patrón.

—¿Cuándo? —Dentro de veinte minutos. No me tientes, Lucifer. Puedo hacerte mi apoderado. —Lo que es trato es trato. Cuauhtémoc regresó rebosante de alegría, llamó a Miguelito y a sus hermanas y las subió en el coche, dejando a sus vecinos igual que los había encontrado. —¡Mira qué canijo desgraciado!… —Deja que llegue yo a fogonero y tú también tendrás que venir a cenar al Casino. Llegaban desvaídos los acentos de una orquesta y la voz afeminada de un cancionero de moda. —Son iguales a nosotros, pero como están en el gobierno tienen de dónde robar. Señalaba parejas de elegantes que salían del Casino bamboleándose de borrachos. —Vámonos, pues, Zeta López; harta estoy no más de ver y desear. ¡Fracaso! Enmudecidos volvieron al Zócalo al anochecer. Una multitud incontable se atropellaba en busca de asientos en los camiones de regreso a México. Antes de llegar a su parada habían sido invadidos por los más listos y ligeros, y cuando se detenían no quedaba sitio para colocar ni un pie. —Hicimos mal en comprar boletos de segunda. Nos vamos a pasar aquí la noche. Emmita no respondió: poco le importaba encontrar asiento ahora o hasta el día del juicio. Su derrota la tenía frenética y no trataba de ocultarlo. —¿Ves allá, Emmita? Parece que nos llaman. Anda, vamos. ¡Ya nos fue bien! Es el señor Benavides que nos invita a su auto. —Espera, espera. Parece que no viene solo, se me figura que viene con doña Joel…, esa vieja tan estirada y chocante… Pero Zeta López no le pedía su consentimiento, y a remolque la llevó y la subió en el coche. La señora Joel, en efecto, apenas removió los

labios para saludar. Sus líneas de hierro, su falta de elasticidad y su lama de llevar los pantalones en su casa la hacían temible en el vecindario. Con el señor Benavides que manejaba y Tito el corrector de pruebas, ocupaban los asientos delanteros. En los del fondo Emmita y Zeta López se arrellanaron con amplitud. Apenas se echaron al camino, el linotipista y el garrotero se enfangaron en la cuestión políticosocial. Mal dicho, el garrotero sólo servía —¡y qué admirablemente!— de auditorio. Era ideal para todos los apóstoles de la revolución social. Escuchaba sin parpadear, al mismo tiempo que repasaba de memoria la última lección de su curso de fogonero, para sus exámenes próximos. —Porque debemos compenetrarnos, camarada, de que sólo el estado proletario será capaz de damos el stock de vida a que tenemos derecho. Y quién sabe qué tanto más de nuestra conciencia de clase, las necesidades del conglomerado, la incondicional sumisión de las minorías, la férrea disciplina, etcétera. Emmita, con voz trémula y normalmente desafinada, entonó Vereda tropical. —Benavides, te distraes. Fíjate en la carretera cómo viene de coches. —La familia, el hogar, la patria y todas las patrañas inventadas por la burguesía son armas peligrosas que debemos arrebatarles de las manos para explotarlas en favor de nuestra causa. —Dice usted muy bien, señor Benavides: lo primero es aumentar el stock de vida del conglomerado. —Benavides, te distraes. En vano implora la señora Joel. El tema es inagotable, aunque se concreta en tres palabras: ganar sin trabajar. Pero tres palabras de fuerza tan maravillosa que han logrado desalojar todas las promesas de la gloria celestial. —Ustedes, camaradas ferroviarios, han dado el paso trascendental: ya tienen la administración en

sus propias manos. Allí dolió. A Zeta López se le olvidó la lección que estaba repasando: —¡Maldita sea la hora!… Esa dádiva del gobierno es puñalada de pícaro, señor Benavides. Siendo nosotros mismos los patrones, ¿a quién le pedimos aumento de sueldo? ¿A quién le declaramos la huelga? ¡Nos partieron por la mitad! Benavides estalló en una gloriosa carcajada: —¡Qué falta de visión, camarada! ¿No comprende que los sacrificios que ustedes hagan ahora son sagrados, ya no en favor de los explotadores, sino en beneficio del conglomerado? Zeta López dijo una insolencia y que eso era como el juego de «al tira y afloja perdí mi caudal»… La charla se suspendió cuando, al llegar al Zócalo, Emmita se empeñó en bajarse. Dijo que traía una jaqueca de reventarle la cabeza e iba a comprar una aspirina. —Llévame a tomar una horchata de semillas de melón. La comida fría me hizo daño, traigo muy revuelto el estómago. —¿Y dinero? —Ya lo sé, hombre, ya lo sé. Aquí traigo para pagarla. Después de tomar refrescos dobles en el portal de Mercaderes fueron a la Gelatina Rosa por el jardín de Guerrero a merendar cubiletes con nieve de vainilla. Y cuando dieron las diez en el viejo reloj de San Miguel iban entrando en la vecindad. Zeta López se quedó atónito cuando, al dejarle en la puerta de su vivienda, le dijo: —¿Conque dentro de quince días a Querétaro? ¿Eh?…

Emmita se espumaba de los bajos barrio de la hamponería metropolitana, huroneante en el diario de Atlampa. Podía ufanarse de haber conocido madre; pero ésta, con lealtad y valentía, le confesó que nunca supo cómo fue ello ni dónde. A los cinco

años se quedó huérfana al cuidado de una tía sucia y greñuda, especie de bruja de cocina, que a temprana edad quiso dedicarla a actividades poco honestas. Pero como los haraganes con quienes relacionaba, en vez de darle, le quitaban su salario de La Perla, doña Tecla hubo de resignarse a que la ayudara simplemente a la venta clandestina de pulque y aguardientes, con lo que podían hacer frente a la carestía de la vida. Con todo, una inclinación inexplicable al hogar la mantuvo en pie y en espera de oportunidad para lograrlo. El viaje a Querétaro era la última carta que echaba en su juego con el garrotero.

Amor que no cuaja Convencida de que Zeta López era incapaz de tomar la iniciativa, Emmita se resolvió, por fin, a dar el asalto. Desde luego, para no dejarlo escapar, se apostó a buena hora en la puerta de la vecindad. —Van a estar muy contentos —les dijo el conductor Gutiérrez—. Querétaro conserva sus tradiciones; es una ciudad muy triste pero simpática. Yo soy comunista y a mí no me importan las tradiciones y aborrezco las iglesias; pero eso es lo que hay que admirar cuando va uno en calidad de turista. —Y sus aguacates y sus camotes —agregó Zeta López revelando una vez más su gran sentido práctico. —Es cierto, Querétaro por sus camotes es tan famoso como Celaya por sus cajetas, Irapuato por sus fresas y León por sus lechugas. Sólo que hay que cuidarse de comprar lo que con esos nombres se vende en las estaciones, que es tan legítimo como los ídolos aztecas que los indios ofrecen por millares a los turistas yanquis en Teotihuacán. —Vamos más aprisa —dijo Zeta López, sacando del bolsillo de su overol un grueso reloj de níquel con un ferroviario grabado en oro en la tapa. Se acercaba un tren de carga al crucero y había que ganarle el paso. Pero Emmita a cada instante se atoraba con sus altos tacones en los rieles, clavos, durmientes y balasto, saltando como pájaro lastimado de las patas. Habían entrado por la gran puerta de madera pintada de rojo de Nonoalco. Pasó una máquina resoplando su hálito abrasador muy cerca de ellos y luego un cordón interminable de vagones, góndolas

y plataformas, que suspendieron el tráfico. De codos sobre una barda de mampostería, un líder de burdas facciones peroraba a unos peones de vía que lo escuchaban con indolencia. Uno de ellos dijo, sin cuidarse de interrumpirlo: —Miren a Zeta López… ¡qué suerte tiene con las mujeres!… Pasó el último tren, se extinguieron las luces del crucero y dejaron de repicar los timbres de señales al mismo tiempo que se reanudó el tráfico en un crascitar de bocinas, voces e insolencias de choferes. Más adelante alcanzaron al agente de publicaciones que iba renegando con grandes paquetes de impresos en las manos. Zeta López le ayudó con uno, y juntos los tres siguieron adelante, charlando desde luego sobre tópicos sociales, políticos e internacionales. Después se les juntó el fogonero Pedroza, que, como de costumbre, comenzó a averiguar con el agente: —Hablas y te explicas tan bien, hermano, que es lástima que Cárdenas no te conozca, pues en vez de andar vendiendo cuentos verdes estarías a estas horas como representante de México en la Sociedad de las Naciones. ¡Tan fácil que habría sido evitar la guerra europea oyendo tus opiniones y siguiendo tus consejos!… —Eres venenoso, camarada Pedroza; pero, aunque te pese, no dices más que la pura verdad. —Emmita, date prisa, que te quedas sin asiento. —Es por demás, compañero; a estas horas ya los coches han de ir llenos hasta los topes. Hay excursión a Salamanca con pasajes a mitad de precio. Pero yo llevo dos asientos ocupados con la caja de mis mercancías y puedo dejar uno libre. Se acercó una máquina de patio que andaba recogiendo coches. Zeta López preguntó qué convoy formaban, y el fogonero le dijo que era un extra para Irapuato, porque el ordinario iba ya lleno y ni la mitad del pasaje había alcanzado a subir.

En efecto, antes de que el extra se detuviera en los topes, una muchedumbre cargada de petacas y velices subió por asalto, llenándolo en un instante. Zeta López se quedó a recibir órdenes y Emmita con el agente subieron en el coche donde éste traía sus dulces y refrescos. —Tenemos retraso de una hora y todavía falta subir los equipajes. Vamos a llegar a Querétaro a medianoche. —A ustedes lo que más los entretiene es el equipaje. El agente se rió y respondió cínicamente: —Cuesta más trabajo cargar un tren de bueyes mansos que de pasajeros. Éstos son más sufridos y solitos se acomodan como Dios les da a entender. Pasaron dos horas sin que Zeta López reapareciera. Emmita se puso inquieta. —No te preocupes, le ha de haber tocado ir en el otro tren. Y como diera traza de bajarse inmediatamente, el agente levantó la ventanilla y la tranquilizó: —Míralo allá en la cola; viene registrando las chumaceras. Por fin se oyó un sordo gruñido, chocaron ruidosamente los topes y los coches se sacudieron, silbó el vapor con estridencia y a poco comenzaron a caminar. —¿Y Zeta López? —Tiene que anunciar las estaciones: ya lo verás. Pasaron Tlalnepantla y Lechería, y nadie las anunció. Emmita se volvió a poner nerviosa. —Toma estas postales y diviértete, mientras voy a ver si puedo vender algo. El agente tomó su canasto de oranges y limonadas, abriéndose paso trabajosamente en la plataforma hacia el coche de segunda inmediato. Tardó más de una hora en volver. Emmita le arrojó con rabia el paquete de tarjetas: —Toma tus cochinadas. ¿Por quién, pues, me has tomado tú? —No te enojes, Emmita. ¿Quieres una de

tehuacán? Se siente mucho calor. El agua fresca, gaseosa, gorgoteó en la garganta seca de Emmita. —¿No estás, pues, con Zeta López? —Ni con Zeta López ni con nadie. ¿No puede uno tener un amigo por la buena? —Dispensa entonces. —Boletos… Se oyó la voz en un extremo del coche. Emmita vio con regocijo la sudosa gorra de hule del garrotero, luego su cara prieta y tiznada. Venía tras el auditor. Los pasajeros sacaban sus tickets y se oía el clic-clic del checador brillante y niquelado. Zeta López le ofreció venir en cuanto acabara de recoger los boletos. Pero no lo volvieron a ver sino hasta más allá de Tula, en una pequeña estación donde una multitud de campesinos cargados con fardos y sacos acabaron de apretar los coches. De camisa y calzón blancos, cargados de mercancía, iban a la feria de Salamanca. Porque en estos «viajes de recreo» lo mismo se recibe pasaje que carga. Como fuera imposible hacerlos caber en los coches de segunda, los empleados del ferrocarril, según revolucionaria costumbre, los metieron en los de primera hasta no dejar uno solo en el andén. El agente de publicaciones, ducho en estos percances, se apresuró a llenar el espacio vacío entre sus asientos y el respaldo de los inmediatos con los paquetes cerrados de los diarios, de suerte que cuando irrumpió la astrosa multitud y se acomodó entre los pies mismos de los pasajeros, en los pasillos y aun en el mismo water closet, ellos se habían librado de las molestias de sus indeseables camaradas. Zeta López acomodaba la gente y ya el tren reanudaba su marcha. Ahora la multitud apretaba los pasillos, se amontonaba en las puertas y hasta en las plataformas, sin que nadie pudiera moverse de su sitio. En los viajes de recreo no hay límite para la venta de boletos. —¡Ve no más cómo le pusieron de manteca el

vestido a esa señora! —Tiene la culpa —dijo el agente tomando el tono y la actitud del mitin—. Que se vista como los pobres y de nada tendrá que quejarse. —¿Y tú por qué no vienes de calzón blanco y guarache? —No seas sentimental, Emmita; piensas como los burgueses. No has podido adquirir todavía la conciencia de clase. El auditor se acercó sonriendo. El agente le dijo: —¿Verdad, camarada, que la piedad para el burgués es un crimen? El auditor, que ganaba cerca de seiscientos pesos mensuales, no lo creyó así. —Digo que es un crimen porque por esa maldita piedad no hemos podido acabar todavía con estos burgueses que viven de nuestro trabajo. —Sí, tú, tanto que trabajas vendiendo esas viejas encueradas —observó Emmita señalando el montón de postales que había dejado sobre el cajón de los refrescos. El auditor se echó a reír y se alejó. —Todos estos reaccionarios no tienen dos dedos de frente. ¡Qué falta nos están haciendo unas purgas! Zeta López vino con la novedad de que antes de San Juan del Río se habían volcado unos vagones de carga y en levantarlos se les iba a pasar la noche. Emmita se puso muy afligida, pero él la consoló: —Aunque sea una cama alta voy a conseguirte en el pullman para que no pases tan mala noche. Oscureció, se encendieron las luces. El tren estaba detenido a un kilómetro de los vagones caídos. El aire del coche mareaba, a pesar de estar abiertas las ventanillas. De tarde en tarde un pasajero pedía a gritos un tehuacán o una limonada. Se oían desvaídas las insolencias de los peones de vía a lo lejos. Por fin vino Zeta López a decir que ya tenía una cama lista. Emmita lo siguió con su valija en las manos.

—Los mexicanos no sabemos darles garantías a los mexicanos —gruñó un pasajero—. Es un bochorno que los gringos nos las den en nuestro propio país. En el pullman nadie entra sin su respectivo boleto, ni se venden más de los que se deben vender. ¡Viva México! Emmita entró en el coche dormitorio como una boba. El silencio imperante, la luz tenue y difusa, la quietud con que el auditor y el conductor revisaban guías y boletos, todo le causaba una extraña impresión, como si no entrara en un simple dormitorio, sino en un mundo nuevo. Zeta López separó las gruesas cortinas verdes de una sección y le señaló su cama. Emmita quedó dormida en el acto, sin desvestirse siquiera. Cuando despertó casi todos los pasajeros habían bajado, y acababan de sacar los equipajes. Salió del brazo de Zeta López y su rostro se refrescó y brilló de nuevo de alegría. Olía a hierba mojada y a flores. Millares de urracas crascitaban en las enramadas. ¿Querétaro? Opalos, camotes, dulces cubiertos. Se desayunaron en la plaza, en un restaurante de chinos. Allí estaban el fogonero Pedroza, el agente de publicaciones y algunos otros rieleros. El agente había puesto intencionadamente a su lado un libro de pasta roja. Pedroza leyó el encabezado: — M a r x. El capital. ¿Tú entiendes eso? ¡Palabra que cuantas veces me he propuesto leerlo se me cae de las manos de puro aburrido! —¡Mal haya si yo le entiendo algo a ese tío! — dijo a su vez otro viejo ferroviario—. Ni creo que nadie lo entienda, porque es horriblemente confuso. El agente sonrió con aire de superioridad: —Ni es confuso ni aburrido. Es profundo y necesita una gran preparación, eso es todo. —¡Uf! —exclamó Emmita—. Si van a soltarse con sus vaciladas, mejor me voy a almorzar a otra parte. —Zeta López —agregó con intención—, quiero que me lleves a conocer los baños de La Cañada. Zeta López, con gesto hosco, pujó y se rascó la

cabeza. Emmita pensó: «Ya este canijo malvado se me quiere escapar». —Bueno, iremos, si tanto empeño tienes; pero eso me va a costar una multa por faltar a la asamblea. —Es verdad —afirmó uno de los camaradas—, ahora tenemos asamblea. —¡Asamblea! No soy tan boba para no haber advertido que por señas se entendieron, mulas — prorrumpieron a reír—. Tú me invitaste, Zeta López, y tienes que cumplirme. Despídete de los compañeros y vámonos a La Cañada. Zeta López dio una gran fumada a su cigarro, en busca de una inspiración salvadora. Pero no vino. —Está bien; pero no hay que despedirse de nadie. Ellos nos acompañarán, ¿por qué no? —Seguro que sí, si no te duele aflojar la bolsa. Tomaron un camión en la plaza, Emmita, Zeta López y el agente, porque los demás discretamente se rehusaron a seguirlos. Ellos se bañaron en una alberca y ella en un «especial». El agua fresca le devolvió la serenidad, la esperanza y la alegría. Salió pidiendo que la llevaran a conocer el cerrito donde fusilaron al emperador Maximiliano. Estaba enamorada del austriaco desde que lo conoció en la película Juárez, de Paul Muni. —No necesitamos descaminarnos para eso — le respondió el agente—; sube a ese promontorio y desde allí puedes ver el famoso Cerro de las Campanas. —Yo no veo más que unas lomas peladas — respondió Emmita desconsolada. —Ahora mira la cúpula de esa iglesia. Más acá, allí entre las casas del barrio. Es la iglesia famosa de la Cruz. ¿Sabes lo que pasó allí? —Cómo no: la traición de Benito Juárez. El agente se sublevó. Pero Emmita le advirtió que bien a bien no había entendido el final de la película. —Benito Juárez no traicionó a nadie. Veo que

no eres fuerte en historia. Benito Juárez es una de las figuras más grandes de México, y con justicia se le llama el Benemérito de las Américas. Pero con todo y eso es muy chiquito y ni a la rodilla le llega a nuestro Lázaro Cárdenas, Benemérito de los indios de las Américas. —Oye, dime: ¿por qué eres tan… adulón con los que están arriba? —Precisamente lo contrario. El actual gobierno nunca ha estado con los de arriba y durante seis años sólo ha caminado en pos de las necesidades del obrero y del campesino. —A propósito —dijo Emmita desaprensiva—, ¿dónde puede uno aquí hacer sus necesidades? Zeta López estalló en una carcajada y el agente puso muy triste la cara. —Eso no está bien. No deberías aplaudir esas sandeces, camarada, porque tú ya tienes conciencia de clase. Y mientras le dio una conferencia relativa a los enormes progresos a que México ha llegado con el actual gobierno, Emmita se alejó, perdiéndose, tras de unos frondosos aguacates. De pronto dio un grito: —Vengan a ver qué maravilla… De pie en un altozano, señalaba las humeantes chimeneas de las fábricas de Hércules y el pueblecito de obreros, sus gentes como miniaturas, así como su alegre caserío, sus acequias y albercas rasas de agua, el albeante campo de fútbol inundado de sol, las barrancas de vivas peñas y los famosos aguacates de hojas carnudas y aceitosas, dando fondo al paisaje. Levantábanse como delgadas agujas los tiros de cemento blanco más altos que cualquiera de las iglesias que se aglomeraban con sus torres y cúpulas negruzcas y agrietadas en el apretado caserío de Querétaro. Regresaron a comer costeando una larga arquería. Nadie reparó en el acueducto conservado como joya virreinal de inestimable valor, porque, lo mismo que los ricos altares de las iglesias, no entraban en la ciencia del agente ni dentro de la

capacidad emocional del garrotero. En el restaurante se encontraron otra vez con camaradas. Después de un discreto bisbiseo alguien dijo que la asamblea se había transferido para esa misma tarde para que todos concurrieran, siendo de vital interés los asuntos que allí se iban a ventilar. —La vida se ha encarecido mucho y ya nuestros sueldos no nos alcanzan. —Están mejor ahora los jefes de pequeñas estaciones, porque los han autorizado para suspender los domingos los servicios. Así es que el que tiene necesidad de ellos se los paga a como se los quieren cobrar. —Hasta los vigilantes de patio están mejor que nosotros —dijo otro—. Hacen perdedizos los carros de carga, y los interesados tienen que darles una fuerte propina para que se los encuentren. Luego le tocó su turno al maquinista Campillo, al que sus compañeros pusieron como Dios puso al perico. Un egoísta y un vanidoso tonto que con tal de sostener su fama de buen empleado no daba lugar a retardos ni a accidentes, con los que se gana tiempo doble. Emmita los escuchaba, tremando de cólera. —No te preocupes —le dijo Zeta López al despedirse—, le he tomado un cuarto en este hotel. Volveremos temprano; pero si acaso se demora la asamblea, métete en tu cama sin cuidado. Vendremos a despertarte a buena hora. »¡Bandido, se me fue!»

Luto en la vecindad Un acontecimiento imprevisto en la vecindad levantó el espíritu de Emmita, temporalmente al menos, después de su fiasco definitivo. Zeta López se despidió de ella, dejándola en el patio, cerca de la puerta de la vivienda de Pedroza, donde muchas mujeres entraban y salían, se arremolinaban cariacontecidas, secreteándose como cuando se espera un alumbramiento difícil. Emmita corrió a su casa, dejó el atado de camotes tatemados y el canastito con aguacates y dulces cubiertos, y vino presurosa a enterarse del suceso. —¿Qué pasa, pues, Lolita? —Nada, linda… ¡Petrita! Y pasó sin decir más, como exhalación. Igual que las demás vecinas, Emmita se coló dentro sin que nadie la invitara. Muy asustada, se detuvo bruscamente. En mitad de la salita, sobre una cama, amortajada en una sábana blanca que hacía mejor resaltar el rostro del color de los cuatro cirios que chisporroteaban en los rincones, estaba tendida Petrita con sus manos enjutas y apergaminadas cruzadas sobre el pecho. A sus pies estaba, inmóvil como los candelabros de bronce, el señor Roque, cabo de cuadrillas y padre de la difunta. Algunas mujeres de rebozo y descalzas permanecían en cuclillas o hincadas, musitando sus preces o ahogando el llanto con el rebozo a la cara: eran también de sus familiares. Otro grupo de austeras vecinas rodeaba la cama, y Emmita se metió entre ellas muy conmovida. Sintió ganas de llorar también porque su corazón estaba lleno de pesar. Meditó largamente en las vanidades humanas, en la maldad de los hombres, en la brutal

indiferencia con que destrozan el pobre corazón de una mujer. Porque ahora no le cabía duda: Zeta López era un hombre malo. La deja sola toda la tarde y la noche por irse de parranda con sus amigos. Y ella —¡la babieca!— vagabundea muy confiada por las calles y paseos de Querétaro, manteniendo viva la fe que arde en el fondo de su corazón. En el mercado compró aguacates negros y brillantes, un atado de camotes tatemados y una bolsa de dulces de frutas cristalizadas. Cansada de vagar, se sentó en un banco del jardín y estuvo tan divertida viendo pasar la gente que a lo mejor no se dio cuenta de que se había comido los camotes. Se hizo noche, y de paso al restaurante del hotel donde Zeta López le alquiló un cuarto, compró más camotes. En el comedor había ya algunas mesas ocupadas. Pidió pollo frito, enchiladas y un vaso de cerveza. Cuando dieron las diez en el reloj de la cantina inmediata se puso muy inquieta. Vio que los meseros salían ya en sus trajes de calle y se levantó furiosa. El administrador estaba escribiendo en un librote sobre la mesa de su despacho. Emmita se acercó con ánimo de platicar, mientras llegaba el canijo de Zeta López. Pero el empleado, curándose en salud, le dijo que le tocaba guardia esa noche y que le estaba prohibido abandonar el puesto ni por un instante. Emmita le respondió con una insolencia y tomó la escalera del fondo. Venía bajando un camarero y lo detuvo con cualquier pregunta tonta. El resultado fue peor: acentuando su voz y su gesto muy femeninos le hizo entender que no tenía aficiones ningunas por el bello sexo, y la dejó con un palmo. Emmita subió a su cuarto, se metió en la cama y lloró mucho rato. Luego se quedó dormida, sin despertar hasta que muchas gentes entraron en su pieza hablando en voz alta y tropezando con los muebles. Reconoció a Zeta López con otros dos camaradas y los recibió con una andanada de insolencias. —Lo que has de hacer es levantarte ya, porque salimos en el tren de las seis y son ya las cinco y

media. No habló durante el largo trayecto de Querétaro a México, pero nadie tampoco la invitó a ello. Cuando llegaron a la casa, Zeta López, con su desplante habitual, le dijo: —¡Qué cara van a poner las Escamillas cuando sepan que dormiste en pullman! Emmita sintió ganas de responderle a bofetadas. Y bien, con el deseo de justificar sus suspiros, Emmita dijo en voz alta: —¡Tan buena que era Petrita! Pero no tuvo eco. A poco se sintió muy cansada, y de puntillas salió en dirección de su casa. En el patio había muchos hombres vestidos de mecánicos, con los ojos bajos, enmudecidos. Pedroza, en medio de ellos, estaba como un idiota. El golpe había sido tremendo. Vino el conductor Gutiérrez y, estrechándole la mano, le dijo: —Camarada, en estos casos las palabras están de más… Ya sabes… Pedroza sacó el pañuelo y enjugó de nuevo su llanto y se sonó la nariz. El maquinista Campillo, con un traje que no era el de trabajo, le dijo: —Camarada, si en algo puedo servirle, ya sabe… Desde luego, cuente con mi auto para el sepelio. Pedroza, sin poder hablar, le estrechó fuertemente la mano. El maquinista se dirigió a su departamento, pero antes de entrar encontró a la señorita Angelita y regresó con ella, pasando cerca del grupo, a su viviendita del 22. —Deme usted otros diez pesos, porque ya se acabó el bacardí y siguen llegando muchos señores. El fogonero sacó un billete de su cartera y como autómata se lo dio a Lolita la de las gelatinas, autodesignada cabeza de velorio. Vino luego su amigo inseparable, el agente de publicaciones, a dar la nota falsa:

—Ya no te estés haciendo pato. ¡Que no sea tanto! Luego brutalmente en voz baja: —Te voy a traer a Cuca Amézquita para que te consuele. El guardavías del crucero de Nonoalco y el Olivo le tiró bruscamente de un brazo y le dijo: —¡Qué poca madre tiene usted! ¿No mira, pues, cómo está? En efecto, atontado por el golpe y por las libaciones continuadas, Pedroza abría los ojos sin comprender. —No me gustan las comedias: eso es todo — respondió el agente, retrocediendo algunos pasos ante la actitud francamente agresiva del guardavías. En seguida se escurrió, ya que los demás no se habían dado cuenta del incidente, entretenidos en comentar a media voz la carestía de la vida «no obstante lo ricos que somos desde que es nuestro el petróleo». Un pelele atrajo de pronto su atención. Era un hombre de raído y desfondado pantalón, todo parches, en camisa desgarrada, sin sombrero y desiguales borceguíes que chapoteaban al caminar. Su cabeza y su barba trasquiladas en parte eran como cerdas de cepillo viejo y en parte como lana sucia de borrego; sus manos y su rostro parecían connaturalizados en olor y color con la grasa y el betún. Pasó como una sombra, como una aparición, cerca de ellos. Sin saludar, sin pedirle la venia a nadie, entró en el cuarto donde estaba tendida la difunta, se detuvo a los pies del catrecito y erguido como guardia real permaneció breve tiempo con sus ojos cerrados y sus manos devotamente cruzadas sobre el pecho. Salió en seguida igual a como llegó. Los rieleros, que habían sonreído imperceptiblemente al principio, ahora se sentían un tanto sobrecogidos como por algo misterioso y sobrenatural. Pero fue una impresión fugitiva que no dejó rastro. Era Bartolo el remendón de la accesoria

B, el hombre más dichoso del barrio. La charla se reanudó. Pedroza continuaba en catalepsia. Después de medianoche se detuvo a la puerta, abierta todavía, un lujoso auto del que descendieron un hombre bien vestido con una petaquita en la mano y el maquinista Campillo. Juntos entraron al uno. Lolita dijo que seguramente la señora Julia se había indispuesto por la sorpresa de la difunta. Y nadie volvió a ocuparse del caso. Al otro día, cerca de las nueve, llegaron la carroza fúnebre y tres coches de lujo. Toda la vecindad se vació en el patio principal. Entraron los agentes de la funeraria de uniforme negro con galones dorados. Los perros se acercaron también, parando las orejas y la cola; pero, rompiendo con la fea costumbre de sus antepasados de aullar lúgubremente, se contentaron con estorbar a los curiosos y meterse entre las piernas de los agentes que venían saliendo con sendas coronas moradas. Apareció la caja forrada de terciopelo negro con adornos de crespón y brillantes niquelados, en hombros de los de uniforme oro y negro. Mujeres arropadas en sus rebozos y pobremente vestidas fueron las primeras en subir a los coches, y después todas las que pudieron caber, con muchos muchachos que no alcanzaron asiento. Emmita tuvo duras expresiones para el fogonero Pedroza, que subió en el coche del maquinista Campillo con dos desconocidas muy elegantes, prefiriéndolas a sus vecinas. Lolita dijo que eran las Amézquitas, dos rotitas de las calles de Mina, empleadas de postín de la Secretaría de Hacienda y muy amigas de ferroviarios, políticos y demás gente que gasta mucho dinero. Se alejó la carroza seguida de su abigarrado cortejo, dejando en la vecindad esa sensación de descanso que queda en la casa de donde se saca a un difunto. —No puede negarse que el señor Pedroza

cumplió como buen esposo, dando un entierro a todo lujo a su mujer. ¡Pobrecita de Petrita! Era la señorita Beatriz, que iba en el coche de las Escamillas, conducido por el señor Cuauhtémoc, a quien nadie había invitado. —Entierro de primera clase, es verdad: ¡fíjense! —exclamó una de las mujeres de rebozo, tentando con sus manos costrudas de masa los abullonados de seda que tapizaban la carroza—. ¡Entierro de primera clase! Esto cuesta mucho dinero. Otras mostraban su satisfacción riendo y dándose de tarde en tarde sentones en los asientos acojinados de suaves resortes. Pequeños chamagosos, descalzos, iban y venían dentro de los coches, muy contentos también. Ora descorrían las negras cortinas de seda de una ventanilla, ora escupían en los cristales para trazar con los dedos sucios arabescos y dibujos. Del panteón de Dolores, Pedroza volvió con una pena más. Cuca Amézquita había estado muy expresiva con él, y aunque eso era de agradecérsele, a él le daba mucho sentimiento: —¿No te parece que es una falta de delicadeza? El agente sonrió despectivamente: —Porque tuve el valor de decirte que Cuca Amézquita te tiene ganas, ese estúpido del guardavías quiso armarme camorra. ¡Qué pocos son los que no le tienen miedo a la verdad! —Francamente, te diré que no me es del todo indiferente; pero ella se da tanta prisa que… —No te fijes, hermano; así son todas las mujeres. Y Pedroza siguió llorando con el mayor candor del mundo. Llevaron el coche del maquinista al garage y el agente invitó a su camarada a beberse unos vasos de pulque. —Hoy inaugura mi paisano Piña Vega El Maguey. Es muy cuate y almazanista además, como

tú. Vamos para presentarte, van a congeniar. Pedroza se resistía, pero el agente, con oficiosidad encomiable, le prometió una explicación clara de su doctrina del sufrimiento, con la que esperaba dejarlo tranquilo y satisfecho. El coronel Piña Vega andaba tan ocupado que, naturalmente, pasó cerca del agente sin saludarlo ni dar traza de reconocerlo. —No te fijes, así es él. Pero tiene buenas relaciones y puede volver a subir. Es hombre que cuando uno menos se lo espera hace un favor.

Dos clarinetes, dos trompetas y un trombón destrozaban los oídos, a las puertas de la pulquería, resonando a todo lo largo de la calzada. Hilos de papel picado y encarrujado, que el aire agitaba y desgarraba a las veces, iban de una acera a la del frente. Pero el anuncio más sugestivo consistía en una hermosa pirámide de barricas sucias y babeantes de pulque, colocadas sobre la banqueta entre las dos puertas del establecimiento. —Fíjate, Pedroza, ¿qué es lo que tú haces cuando te enfermas? Procuras una medicina que te cure bien y pronto, ¿no es verdad? Bueno: las penas morales no son sino enfermedades de nuestro corazón y de nuestro cerebro. Y como las demás de nuestro cuerpo tienen también sus remedios… Salud, compita… Te tomas dos, tres, cuatro vasos, lo que tu cuerpo te pida; comienzas a sentirte contento; luego te viene el sueño y, casi dormido, te llevo a tu casa, te acuesto y todo pasa como en las mejores horas de la vida. Mañana despiertas un poco aturdido todavía, te lavas con agua fría, sales a trabajar… ¡y listo! Lo demás déjaselo al tiempo. Pedroza apuraba su pulque a pequeños sorbos, absorto y con los ojos fijos dentro de sí mismo, ajeno al ajetreo de beodos que removían sus caras hinchadas y muertas, sus cuerpos contorsionados por la cólera o la risa o mantenían su racial inmovilidad de tezontle. Unas viejas

persianas recién pintadas de verde privan del espectáculo a los transeúntes. Porque el gobierno es muy celoso de la moral del conglomerado. Y la moral del conglomerado no sólo exige rótulos en cada puerta que digan: «Se Prohíbe la Entrada a las Mujeres y a los Niños», sino también una ventana especial por donde las mujeres y los niños pueden comprar el pulque que consumen a domicilio y, de paso, divertirse mirando a sus hombres, padres, maridos, amigos, hermanos mayores, gritando, gesticulando, riendo con el regocijo más envidiable. Pedroza abrió al fin los ojos, después del segundo vaso, y reparando en el médico de la vecindad, el hermano de la señorita Beatriz, sentado en un pobre banco de palo, con su viejo sombrero de bolita, el bastón de caña rematado en una calavera de marfil, el sobretodo gris-ratón tan sucio como las caras hinchadas y convulsas y los viejos overoles que en torno de él se removían, comprendió que estaba fuera de su medio. Porque en esta sociedad sin clases el ferroviario de postín, el que gana más de quinientos pesos mensuales, no frecuenta los tugurios de baja categoría, donde sus camaradas de salario mínimo pueden lanzarle invectivas y hasta llamarlo burgués cochino. Haciendo honor a su palabra, el agente de publicaciones llevó a Pedroza a su casa, casi en peso, y lo acostó en su cama. Ha pasado el tiempo y todo el mundo puede certificar la autenticidad de la pena del fogonero. En su cabeza y en su barba brillante hay unos hilillos de plata. Pero el agente de publicaciones asegura que su viudez será breve y poco honesta. Por lo que las muchachas redoblan sus esfuerzos por consolarlo.

La señora Julia Nadie supo la verdad de lo ocurrido en el departamento uno la noche del velorio de Petrita. La venida del médico a deshora se atribuyó simplemente a indisposición de la señora Julia, que padecía del corazón. En efecto, la esposa del maquinista Campillo se había impresionado tanto al ver la camilla en que metieron a la difunta, que no pudo concurrir esa larde a la estación, como lo tenía acostumbrado. Pero cuando llegó, salieron juntos, cenaron en un restaurante del 16 de Septiembre y, al regreso, venía calmada y restablecida. Él le rogó que se metiera en su cama a descansar, mientras salía al patio a ofrecer su coche al fogonero Pedroza para el sepelio. De vuelta a su departamento, vio llegar de la calle a la señorita Angelita y, como había algunos mecánicos ebrios e impertinentes en el patio, se adelantó a su encuentro y le ofreció acompañarla hasta la puerta de su vivienda. Regresaba pues muy ajeno a lo que le esperaba en su casa. Se encontró a la señorita Julia en su cama, todavía con la misma ropa de calle, boca abajo y sollozando. Mucho más le sorprendió cuando, a sus preguntas, ella respondió balbuciendo que nunca se había esperado tal conducta de él y lo llamó desalmado, lépero, perdido, igual a sus compañeros. —No comprendo, Julia. —Te he visto del brazo de ella. —¡De ella! ¿Y quién es ella, si se puede saber? Se echó a reír con tan poco tino, que Julia, exasperada al extremo, por no encontrar palabras

con que expresar su indignación, estalló en un ataque de nervios. Vino el médico y opinó que se iniciaba una etapa de descompensación circulatoria, dejó un método y aconsejó mucha prudencia en todo. El maquinista adoraba a su mujer. Nunca en su matrimonio habían tenido la más leve disputa. Le velaba el pensamiento y le cumplía sus antojos. Tres años antes, siendo maquinista de trenes de carga en la División del Norte, en una templada tarde de octubre, en la estación de Chihuahua, acabando de aceitar la locomotora y ya con un pie en el estribo, un alegre gorjeo de voces femeninas lo hizo volver bruscamente la cara. Era un grupo de jovencitas en charla gárrula como pajaritos en su nido. Lo miraron fijamente y sonrieron. No supo a punto fijo si se reían de él. El conductor, desde su cabina, agitó un brazo dando la señal de partida y el fogonero tiró del cable de la campana. Durante la larga travesía de las estepas del Norte siguió mirando unos ojos negros y quebrados que al encontrarse un instante con los suyos lo habían quemado, relampagueantes. La escena se repitió una y dos veces y él se decidió a quedarse en Chihuahua en uno de sus días libres y buscar a la muchacha. No le dio ningún trabajo porque se encontró al mismo grupito en la estación, al bajar del tren. Su presencia en traje de calle parece que las amedrentó; tomaron en seguida un coche y se pusieron en fuga; él subió en otro, y sin trabajo localizó a la que le interesaba. Tomó cuarto en un hotel, abrió su petaca y sacó un traje. Salió, después del mediodía, lavado, peinado y afeitado, correctamente vestido. No le llamó la atención verla a asomar a la ventana. Lo esperaba, más bien dicho se esperaban. —A las ocho. —Gracias. La entrevista fue muy breve, pero satisfactoria para uno y otra. Esa noche, a la hora de cenar, dijo Julia a sus padres:

—Me pretende un ferroviario. —¡Dios me ampare! Pelados vestidos… —Jamás me comprometeré sin el consentimiento de ustedes y sin saber primero con quién. —Bien pensado —aplaudió el viejo—. Eso déjamelo por mi cuenta. Dame su nombre y su oficio y yo sabré informarme. Comerciaba en reses y cereales. Tenía relaciones con ferroviarios de altos puestos que le facilitarían sus investigaciones. Por tanto, a la tercera visita del maquinista, Julia le dijo que estaba autorizada por sus padres para recibirlo en la casa. Sin ser ricos precisamente, vivían con desahogo. Campillo se sintió el mortal más feliz de la tierra. Pertenecía a una humilde familia de la capital. Su padre era cobrador de rentas de casas. Contra la voluntad de su esposa, que ambicionaba dar lustre a la familia con un médico, abogado o ingeniero, el viejo se empeñó en que aprendiera mecánica. Decía que los profesionistas actualmente habían descendido a lo más ínfimo en la clase asalariada. —Conozco médicos endrogados con seis meses de renta que apenas ganan para la gasolina de sus autos; abogados que sólo ejercen su profesión dejando las casas que ocupan llevándose hasta las vidrieras cuando les cierran las puertas, por deudas, el tendajonero, el carnicero, el panadero y todos los pequeños comerciantes del rumbo. Campillo hizo su carrera desempeñando las más humildes faenas en la Casa Redonda y obtuvo sus ascensos por escalafón, previos los exámenes respectivos. Por tanto, los informes que podían darse de él eran siempre satisfactorios. Esto y sus maneras mesuradas y discretas le ganaron la simpatía de la familia de Julia, con quien afianzó su noviazgo. Nombrado apenas maquinista de pasajeros en un ramal del centro, pidió su mano.

El matrimonio se verificó y en seguida se vinieron a la capital. Mientras escogían una pequeña residencia a su gusto, provisionalmente se instalaron en el mejor departamento de la gran vecindad de Nonoalco. El cambio de altura puso a Julia muy delicada. Un médico joven, tan petulante como imbécil, le dijo que tenía un padecimiento orgánico del corazón que la exponía hasta a una muerte repentina. Julia se entristeció tan hondamente que ya no quiso ni cambiarse de casa. Cuando logró recobrar el equilibrio ya se había acostumbrado a aquel medio tan diferente del suyo. Sus primeras relaciones fueron exclusivamente con familias de Chihuahua avecindadas en México y de igual condición que la suya. Aprendió a vestirse bien. Su cuerpo esbelto y naturalmente elegante se avaloraba mucho con los trajes bien cortados. Era el encanto de su marido. Ocurría con regularidad a la estación en los días de su regreso de Acámbaro. El maquinista bajaba satisfecho y sonriendo, vestido con su burdo overol azul, manchado de tierra y aceite. La tomaba por un brazo llevando en su mano libre los gruesos guantes de piel y el saquito de hule de su ropa de trabajo. De su sueldo de más de mil pesos mensuales daban fe el fino fieltro inglés, su camisa de seda y sus magníficos choclos americanos. Se sentía orgulloso de Julia y se ufanaba de ella como de su más rico tesoro. Le compró un Lincoln nuevo, y cuantos días estaba franco salía con ella a los alrededores de México. Comían en los mejores restaurantes y asistían a los espectáculos más caros. En la vecindad eran la envidia de las jóvenes casaderas y objeto de murmuración de las solteronas abandonadas de Dios. Por hacerle más gratas las horas, sobre todo en los días en que él estaba en el camino, le procuró relaciones y periódicas reuniones en su casa. Dos veces a la semana se tomaba el té con algún vino generoso y pastelillos. La pulcritud de la casa, la amabilidad de sus dueños, la ausencia de niños

impertinentes, atraían y retenían a las visitas. Sólo que eso dio ocasión a que muchos se colaran sin haber sido invitados. Desde luego Lolita, con sus prontos y eficaces servicios; después el motorista, que a todo el mundo engañaba con sus trajes bien cortados y bien puestos. Uno de los más asiduos era el conductor Gutiérrez, que llevaba a menudo a su esposa y a un hijo de diez años. —¿Cómo te llamas, monín? —Pedlito Gutiélez. —No puede pronunciar las erres. Pero eso no es un defecto. Demóstenes, el genio de la oratoria, era tartamudo. Enfático y doctoral cuando hablaba de su familia. Presumía de radical y sólo creía en las ciencias experimentales, en la medicina y en la higiene. Sobre todo en estas últimas. No había receta o consejo de medicina o higiene, consignado en revista, diario o simple hoja de propaganda comercial, que no guardara cuidadosamente para ponerla en práctica en la primera ocasión. Su conejillo de Indias era el mismo Pedlito Gutiélez. —Me gusta consultarles a los médicos sólo para demostrarles que sé más que ellos en su propia ciencia. —Vean qué hermoso muchacho. Toma su cucharadita de emulsión de Scott antes de cada alimento, se lava con Ipana la boca después de las comidas, a las doce toma su baño de sol, visita a su dentista cuando menos dos veces al año y cuando suele recargar su estómago, con una dosis de sal de uvas Picot queda listo. —Ahora está descolorido y muy negado a la comida —apuntaba su esposa con el refinado placer de la mujer en poner en ridículo a su hombre. —¡Pst! Nos descuidamos y le dio catarro. Si lo hubiéramos inyectado a principios de la estación contra todas las enfermedades que son frecuentes en ella, nada habría ocurrido. Pero ya le compraré mañana sin falta su tónico. Vamos, Pedrito, enseñe usted a las señoras sus conejos y sus chamorros —

el inocente mártir de la ciencia hinchaba en pelota su bíceps sonriendo idiotamente como un atleta perfecto—. ¿Qué tal, eh? Un toro, un bello ejemplar de la Punta. Da gusto verlo, ¿verdad? Luego que se despedían, Lolita para aliviar al fatigado auditorio decía que el conductor era «la miseria andando». Que con una gelatina tenían para los tres. —Ser económico no quiere decir ser miserable —lo defendió la señorita Beatriz, perita en ayunos, privaciones y disciplinas del mismo género—. A mí me es simpático porque él mismo cuida su jardín, en sus horas desocupadas hizo la reja para la madreselva y cada cuatro meses pinta la puerta y las ventanas de su departamento. Vino a cuento una comparación desfavorable entre la esposa del señor Gutiérrez y Petrita la del fogonero Pedroza. ¡Lástima de tanto dinero! Una recámara Simmons espléndida. Sobre la cama, sobre la mesa, sobre las sillas, montones de ropa sucia, zapatos viejos, abrigos apestosos; en el suelo, entre el lavabo y las bacinicas rodando, Pepines, Paquitos, Paquitas, Paquines, toda la literatura de la familia hecha garras. El tufo lo hacía a uno taparse la nariz y salir más que de prisa. En sus días libres el señor Campillo solía detenerse breves minutos en la tertulia, pero luego desaparecía. Julia se encargaba de disculparlo. Venía muy cansado, tenía que salir al otro día muy temprano. Por lo demás, su ausencia no afectaba a nadie. Reservado y hosco, cuando emitía alguna opinión era siempre diferente de la general. Así ocurrió el día de la manifestación de Almazán, cuando todo el mundo se hacía lenguas de él, por su éxito al despertar el espíritu del pueblo. —Los países que toleran que analfabetos y perversos hagan experimentos con ellos no son dignos de existir. Quién sabe a quién se lo habría oído decir, quién sabe en dónde lo habría leído; pero su respuesta fue comentada en secreto como muestra evidente de incomprensión o antipatriotismo.

Julia comprendía la superioridad de su marido por el grado de sorda envidia y discreto silencio con que lo escuchaban, y mayormente se envanecía de él. El señor Campillo se metía en su cama a leer una novela o alguna interesante biografía y esperaba a su esposa hasta que se despedían las visitas. Poco a poco se fueron ausentando las mejores amistades y en breve la concurrencia a las reuniones de Julia era exclusivamente de los vecinos y amistades del rumbo. Una noche Julia le hizo seña a Lolita de que esperara hasta que se quedaran solas. El motorista insistía en que se invitara a la señorita Angelita y ella quería informarse antes de su conducta. —Es una mosquita muerta. Chabelón está que se las pela por ella; pero, como no gana más de cuatro pesos diarios, no le hace caso. En cambio, al señor Campillo le echa unos ojos que… para qué le cuento. —¿A mi marido? La estupefacción de Julia hizo reír a Lolita. —¡Qué simpática y qué inocente todavía! Todos los hombres son iguales, preciosa; no se la pegan a uno sólo cuando no encuentran con quién. Julia sintió una torsión angustiosa en su corazón. Pero supo dominarse, despidiendo a Lolita, que ni remotamente sospechó el daño tremendo que su lengua viperina acababa de hacer. Julia, en cuanto estuvo sola, se dejó caer en un diván, sentía como si una tenaza le oprimiera el pecho. Apenas podía respirar. Afortunadamente, el señor Campillo dormía esa misma noche en Acámbaro y le daba tiempo para reponerse del tremendo golpe. Los días siguientes estuvo muy preocupada: el maquinista lo atribuyó a su viejo mal del corazón y procuró distraerla. Julia suspendió bruscamente sus pequeñas recepciones y se dio a espiarlo cuando salía de la casa. Pero, convencida de la inutilidad de sus investigaciones, poco a poco fue recobrando

su tranquilidad. Hasta que el inocente encuentro del señor Campillo con la vecina del 22 hizo romper definitivamente el equilibrio de su corazón.

Igual se puso Petrita —No pierda el tiempo en quererla convencer porque nada conseguirá por ese camino. Lo mismo se puso Petrita. ¡Pobrecilla! Cuando a las mujeres les da por los celos, sin que uno les haya dado motivo, es porque ya se les cerró la cabeza. Y entonces, ni con un martillo logra usted abrírsela. Dio un manotazo sobre la baranda de hierro en la que venía apoyado. Iban más allá de Toluca sobre la vía de Acámbaro. El maquinista Campillo, desde que salieron de Buenavista, no había despegado los labios. Pedroza, su fogonero, observó su ensimismamiento sin atreverse a romperlo más que con sus miradas inquisitivas; pero tan impertinentes que lo puso en tensión muy alta hasta hacerlo reventar. Refirió en frases breves y violentas la pena que lo acongojaba. Los chirridos del vapor, el jadeo acompasado de las bielas, el traquetear de los coches, sólo les permitía oír una que otra palabra de sus frases. Pudieron entenderse mejor ya en el restaurante de Acámbaro. —Lo que más me desespera es no hallar palabras para convencerla de su error, de que todo es efecto de su imaginación. —¡Ya… ya! Igual se puso Petrita. Ocupaban dos asientos, lejos de los demás concurrentes. Campillo pidió una botella de tinto y comenzaron a comer. —Dice usted que no es el mismo caso porque yo he sido muy parrandero y usted jamás le ha dado motivo de queja. Pues yo le aseguro que eso no tiene que ver… Mi experiencia me faculta para repetirle que lo mismo le hubiera pasado con motivo

o sin él. ¡Las mujeres!… El fogonero hizo una larga historia desde que, siendo garrotero de trenes de carga en el ramal de Ajuno, en tierras de Michoacán, conoció a Petrita, hija de un tal Roque, cabo de cuadrillas, ranchero muy campechano y parejo con los compañeros. En su cumpleaños lo invitó a tomar el mole. «¡Muy rico! Como lo saben hacer en Jalisco, y mucho pulque para emborracharnos. Petrita me cayó bien y parece que yo les caí mejor a todos. Resulta que esa misma tarde nos entendimos, a los ocho días la pedí y antes de los cuarenta ya estábamos casados.» Luna de miel de cinco años; paseos a Zamora, a Morelia, a Pátzcuaro y a Guadalajara… y la mar y sus pescaditos. Se contuvo. ¿Iba, pues, a hacer confesión general? ¿Y por qué no? El maquinista Campillo es un buen compañero, viene ahora muy triste y todo lo que se haga por su bien, bien hecho está. ¿Qué culpa tuve, pues, con presentar mi examen de fogonero y de que me cambiaran a la línea MéxicoToluca? México es cosa muy seria cuando se gana dinero. Muchos amigos, muchachas retebonitas que casi le ruegan a uno… y cosas y cosas. Porque hay algo mejor que vivir pegado a la costilla de la compañera. No se acaba el mundo en las chalupas de Xochimilco ni en los cabarets del Desierto de los Leones. Hay restaurantes donde una comida cuesta un poco más del tostón o de los setenta y cinco fierros. —Bueno, un día llegué tomado a la casa y de buenas a primeras le dije: «Petrita, tú eres muy buena, pero te falta roce; no tienes educación; tu casa parece chiquero…». ¡Pobrecita! Puso una cara que no más de acordarme me dan ganas de llorar. —¿Por qué me dices eso? —Por nada. Dispensa, hija, son cosas de la borrachera. Pero pronto hice un nuevo descubrimiento:

—Petrita, no has sabido darme un hijo. ¿Qué te pasa? Vamos a ver al médico para que te examine. Lloró, se tiró de los cabellos, pateó de cólera y dijo que no y que no. Yo no volví a insistir; pero el mal estaba hecho. Un día me dijo muy afligida: —Tienes razón para estar enojado conmigo. Llévame a lo de la facultativa de aquí a la vuelta: dicen que es muy acertada para esto de tener niños. Fuimos, la examinó, se puso pensativa, sacó dos botellas y me pidió cinco pesos. —Que tome esta medicina y pronto se les cumplirá el gusto. El maquinista Campillo estaba absorto, no lo escuchaba. Pero Pedroza estaba oyendo muy bien. »—Hija, ¿qué se me hace que esa bruja nos está explotando? Cada ocho días te da dos botellas de agua y me saca cinco pesos y siempre nos está prometiendo que pronto se cumplirá nuestro gusto. »La señorita Beatriz, que es hermana de médico y entiende de estos achaques, me recomendó viera a un especialista de fama. Le hizo un minucioso reconocimiento y me cobró veinte pesos. Quién sabe qué me dijo de malformaciones congénitas y otras vaciladas por el estilo; pero en castellano muy claro me hizo saber que Petrita no podía tener familia. »—Está bueno, hija; de eso tú no tienes la culpa; seguiremos viviendo lo mismo que antes. »Y aquí mero está el detalle, señor Campillo. Fíjese. No tardaron las desavenencias. Dio y tomó en que a mí me hacía falta otra mujer. Y ella a que sí y yo a que no y que no. Esas disputas pueden pasar una, dos veces, pero no todos los días y a todas horas. Me colmó la medida, y yo, francamente, me hice muy desobligado. Acabé por no ir más que a dormir a la casa, y ella se dedicó al chisme en las ajenas. Nuestra vivienda estaba como basurero, yo tenía que llevar a otra parte mi ropa a que me la lavaran y plancharan. Y ése fue el pretexto para que ella dijera que yo ya le tenía puesta casa a la otra.

Un infierno de veras, compañero. »—Mira, Petrita, eso no está bien. Tú ya no estás contenta. ¿Por qué no vamos, mejor, a ver un licenciado, para que nos arregle el divorcio? »Nunca se lo hubiera dicho: »—No es esa la educación que mis padres me dieron. Aunque pobres somos decentes. Estás muy equivocado si erees que soy igual a tus garraletas de México. »Quise darle explicaciones y sólo la puse más enojada. »—Ten paciencia —me dijo—, pronto me moriré y le dejaré libre el camino a esas mujeres de la calle que tanto te gustan. Pero no esperes que mientras viva me separe de ti. »Acabé por no ir a verla más que cuando le llevaba el semanario. Bueno: usted conoce a una vieja de la vecindad, una tal Lolita que vende gelatinas; una mujer muy chismosa y muy maleta; su gusto es malquistar estados. Vino, pues, y le contó que yo visitaba mucho a las Amézquitas, esas muchachas de la calle de Mina. Petrita se puso a espiarme, y una noche me sorprendió al salir de la casa de las muchachas con el agente de publicaciones. Una amistad por la buena, se lo juro, señor Campillo. Pero eso era lo que a ella le hacía falta para dar por hecha la cosa. ¡La hubiera visto usted! Se puso ceniza, se le trabaron las quijadas y no pudo decirme nada. Desde ese día todo volvió a cambiar. Dejó de andar de casa en casa con las vecinas y se negó a recibir a sus amistades». Campillo lo escuchaba ahora con interés creciente, con ansiedad y angustia. —Una noche nadie salió a abrirme la puerta. Yo sabía de cierto que ella estaba dentro. Me pasó por la imaginación un pensamiento muy triste y corrí por un cerrajero. No señor, nada. Estaba dormida en su cama y no se había desvestido siquiera. Busqué la explicación de un sueño tan profundo a deshora y de repente lo comprendí todo: sobre su buró había una jeringuita de cristal y una ampolleta vacía de sedol. ¡Caray! «¡Por vida de mi madre que

ahora sí no te escapas de una monda!» De puntillas salí al comedor y allí me quedé dormido, sentado en una silla. Cuando desperté, ella se estaba lavando. Me vio entrar como uno puede ver al perro, al gato o a la cotorra. »—¿Te inyectas, pues, morfina? —No me respondió. Comencé a sacarme el cinturón de cuero. Ella no volvía para nada los ojos—. ¿Lo haces por necesidad o por vicio? »Entonces, con una voz que no olvidaré nunca y que todavía me taladra el corazón, me respondió apenas: »—Tengo un cáncer en la matriz. Pronto vas a descansar de mí». El maquinista dio una palmada y pidió dos cervezas. Pedroza estaba llorando.

La manifestación del hambre Cuauhtémoc despertó al rumor extraño de la calzada. Era algo como el trote lento de una manada de borricos. Abrió bien los ojos, se incorporó en su cama, luego se acercó a una ventana y descorrió la cortinilla. De la calzada, inundada de gente de camisa y calzón blanco, la muchedumbre se desparramaba llenando las calles del Olivo, del Sabino y del Álamo. Se acordó entonces de que en ese domingo iba a responderse a la manifestación del candidato de la oposición con otra más numerosa en honor del oficial. Fue a lavarse, se vistió su mejor ropa y salió a la calle. En la puerta de la vecindad lo esperaba ya el agente de publicaciones, con el que se había citado a esa hora. —¡Va a ser algo grandioso! Más de un millón de pesos va a costar; pero necesitamos darles un golpe a los reaccionarios en la mera torre. Cuauhtémoc estaba muy inquieto desde que algunos amigos advirtieron que en México nadie progresa, aun con dinero, si no tiene buenas agarraderas. Y el agente de publicaciones, que presumía mucho de ser del partido comunista y gozar de grandes influencias con los líderes ferroviarios, se vio comprometido a llevarlo a la manifestación, donde seguramente se presentaría la vez de relacionarlo con algunos de ellos. —Griten: ¡Viva el general Ávila Camacho!… Respondían unas cuantas voces desvaídas. La indiada seguía bajando de jaulas de ganado, vestidos de manta, neja, sombreros de soyate deshojándose de puro viejos, de huaraches o descalzos. De tramo en tramo un jayán, de pantalón de casimir, sombrero de lana, pistola al

cinto, el ojo bovino y larga jefa colgando, conducía a la manada. Los más viejos inclinaban resignadamente la cabeza, sus ojos opacos de burros cansados, en tierra; los jóvenes reían sin saber de qué. —Vamos a desayunarnos al Ferrocarril —dijo el agente—. Nos sobra tiempo para todo. El Ferrocarril era un pequeño restaurante de chinos, entre La Reina Xóchitl y El Rizo de Oro. Al acercarse observaron mucha agitación entre los vendedores al aire libre. Se hablaba de heridos y muertos. Las mujeres, apretando los puños, juraban y decían insolencias. Los hombres, más cobardes o prudentes, gruñían con voces ahogadas. —Nada —exclamó el agente, enterado ya de que era uno de esos acontecimientos que ocurren a diario—. Vamos entrando. Y también dentro del restaurante se comentaba el suceso. Algunos vagos y mirones hicieron objeto de burla y de befa a los pobres inconscientes que bajaban de los trenes, y uno de sus capataces, desde lo alto del furgón, les vació su pistola. ¡Cualquier cosa! Algunos heridos que corrieron a esconderse y dos muertos arrimados a los muros de La Perla, tapados con míseros jorongos. El viejecito de las tunas clavado de cabeza sobre su gran cazuela colmada de jugosa fruta y un muchacho que al azar pasaba por la calzada con una jarra de leche. —No más dobló las rodillas y se quedó gafo — explicó un testigo. —Comienzan bien. Desde luego, el gobierno pone su visto bueno a la manifestación. —¡Reaccionarios! —gruñó el agente, insolentado. El camarada Cuauhtémoc no comentó. Se lo ahorraba su rostro tranquilo e indiferente, su cara cobriza, redonda y afeitada, reproduciendo fielmente al tipo del cura de pueblo, señor de almas y vidas, que ya desapareció, y a otro en pleno florecimiento: sargento, líder agrarista, primera autoridad de poblacho. De aquél tenía el desplante

y de éste su bestialidad innata. —Después de la manifestación vamos a ver a las Amézquitas. Son unas muchachas muy simpáticas y están bien relacionadas con militares y políticos de muchas influencias. Tomaron un camión y se bajaron frente a Buenavista. En el patio principal ya se encontraban los líderes ferroviarios en turno de prebendas oficiales. Formaban pequeños grupos, esperando la hora. Vestían con cierta elegancia, y el agente se sintió cohibido. Pero pudo más su vanidad: —Camarada González, tengo el gusto de presentarle a mi amigo… Tartamudeó, hizo un ruido ininteligible con los labios. El nombre se le había olvidado: —… presidente de la cooperativa de turismos México-Laredo… El camarada González, secretario general del Sindicato de Conductores en… El aludido tendió apenas su mano delgada y bien cuidada, sin volver el rostro. Vestía americana sin chaleco, pantalón de casimir inglés bien cortado, camisa de seda y una fina corbata prendida por grueso broche de oro. —Camarada Hurtado… mi amigo el señor… el señor Moctezuma. —Cuauhtémoc —rugió el chofer, casi irritado. —… presidente de la cooperativa de turismos… Fue inútil. El camarada Hurtado fingió que alguien lo llamaba de un grupo inmediato y les volvió la espalda sin tomarse la molestia de dar disculpas. Al agente le brotaba la sangre en los carrillos. Cuauhtémoc apretó los dientes. Los demás ferroviarios los vieron al sesgo y como quien se previene para defenderse de un

sablazo. Se resignaron a alejarse un poco de ellos. —Desgraciados burgueses —dijo Cuauhtémoc entre dientes—. De trabajadores no tienen nada. Si alguna vez lo fueron ahora sus manos están cuidadas como las de una piruja.

—Ninguno vale menos de doscientos mil pesos —respondió el agente, buscando alguna explicación. El camarada Cuauhtémoc, como por encanto, cambió de gesto. «Ya me fui de bruces», pensó su amigo y se aprestó a sincerarse: —Bueno… yo digo que en los sindicatos suele haber líderes que no comprenden la misión histórica que el destino les ha deparado. Se convierten en parásitos, traicionan al conglomerado, pero éste nunca se equivoca y, a su hora, sabrá pedirles cuentas de su conducta y aplicar el condigno castigo a los prevaricadores. Cuauhtémoc pensaba en otra cosa. Entraron en una cervecería y a poco los siguieron los ferroviarios, que ahora venían platicando con gran animación, casi con agresividad. Cuauhtémoc no les quitaba la vista; pero ahora con auténtica admiración, casi con envidia. Dos vestían finas chamarras de gamuza americana; otros, trajes sport, todos muy bien planchados, de choclos brillantes, sombreros ingleses a media cabeza dejando escapar chorros de pelo negro reluciente y tieso de brillantina. Trascendían a betún y a peluquería. El agente se tranquilizó cuando, al fin, el camarada Cuauhtémoc reveló su pensamiento. —Estos compañeros ya supieron resolver su problema, ¡palabra! No han sido tan majes como nosotros. La disputa se agriaba cada vez más. El barniz de decencia que les daban sus trapos se resquebrajaba del todo, y se desnudaba el pelado con su insolencia, su resentimiento y su odio, la farsa de su confraternidad pregonada a los cuatro vientos, y aparecía la fiera pronta a dar el zarpazo. —Nos vamos, camarada. —Vámonos —respondió el agente tomando el brazo de Cuauhtémoc. Los dejaron. Podían acabar dándose un abrazo o asestándose de puñaladas.

Cuando llegaron al Zócalo estaba en auge la manifestación. El pueblo metropolitano, enemigo eterno de los que están en el poder, la había bautizado al punto con el nombre de «la manifestación del hambre». Era, en efecto, una exhibición vergonzosa de la miseria en que se mantiene todavía al pueblo: un desfile de doscientos mil parias en camisas y calzones rotos y mugrosos, algunos hasta sin huaraches, recorriendo las calles y avenidas principales. Como cerdos los habían acarreado de sus pueblos y ranchos en carros de ganado, amontonados hasta en los mismos techos. Desde la reja de la catedral algunos curiosos comentaban en voz alta y con acritud. Uno dijo, sin sorprender a nadie con sus palabras, que esa manifestación sólo revelaba la ignorancia crasa de los gobiernistas en historia. Estaban ardidos porque el pueblo a gritos los había llamado ladrones y asesinos. Pero, en todos los tiempos, todos los países del mundo, en sus periódicas explosiones, así habían llamado siempre a sus mandatarios. —¡Qué va! —respondió otro—; no les importa que los designen por su verdadero nombre, sino el peligro que sienten de perder el producto de sus latrocinios. Traen estas manadas mitad gentes, mitad brutos, para atemorizar a los que piensan con la cabeza. —¡Pul! ¡Cuánto reaccionario! Vámonos a otro lugar. ¡Qué falta nos está haciendo una degollina para purificar la atmósfera! Hormigueaba la multitud haraposa y famélica, acarreada de los estados de México, Hidalgo, Tlaxcala y Morelos, a falta de concurrentes de la capital. Eran las mismas bestias de carga al servicio del encomendero español después de la Conquista, las mismas que hoy obedecen al líder, al sargento o al presidente municipal. Sudando la gota gorda los conductores de la gran manada humana, convertidos ahora en tramoyistas de la farsa, obligaban a los que ya habían desfilado frente al balcón del candidato oficial a formarse de nuevo a la cola de los

manifestantes para dar la impresión de doble y triple número de los que realmente eran. Cuauhtémoc acabó por aburrirse. Fueron a tomar tacos calientes por Guerrero y de allí, paso a paso, se encaminaron a las calles de Mina a ver a las Amézquitas. Por aquellos días las Amézquitas tiraban más alto. Un paisano suyo, de paso por la capital, fue a visitarlas. Habían sido compañeros de escuela y de correteos desde sus más tiernos años; juntos habían jugado en el arroyo con los pies desnudos, porque no tenían más zapatos que los de los domingos para ir a misa. Doña Concha lo recibió y se detuvo con él en la puerta de la sala, mirando alternativamente los burdos zapatones blancos de tierra, los sillones elegantemente tapizados y los cortinajes vistosos, dándole a entender muy claro que ya los tiempos eran otros. El paisano dio media vuelta y cuando regresó a su pueblo, dijo: —Están muy alzadas. Pero la verdad es que están ricas: el dinero se les ve, se les siente, se les huele. Corrió la voz por todo el pueblo y nadie más se atrevió a buscarlas. Doña Concha recibió a las visitas en lo alto de la escalera con gesto hosco y sin invitarlos a subir. Pero el agente no se inmutó: ahora sí sabía el terreno que pisaba. —Les vengo a presentar un magnífico amigo. Gerente de la cooperativa de turismos MéxicoLaredo. Palabra mágica que desplegó el rostro jupiterino de doña Concha e hizo aparecer a Cuca, rogándoles que subieran. El camino de México a Laredo es el mejor del país. Tiene soberbios paisajes y está de moda. Viajar en un cómodo asiento, en un automóvil de lujo, no sólo es agradable, sino que da también prestigio. Este caballero debe ser, por consiguiente, una persona muy simpática. —Rosita, saca del aparador una botella de pechuga almendrado del que nos llegó de Guadalajara. Pasen ustedes, siéntense. Estamos

muy sentidas porque nos dejó solas en la bola, cuando la manifestación de Almazán, y ni siquiera ha venido a darnos una disculpa. Vino Rosita con la botella y unas copas y preguntó ingenuamente: —¿Presidente de la cooperativa de turismos de dónde? Porque el nombre de la persona no le interesa a nadie; se inquiere por su capital, por el puesto que desempeña o por el dinero que puede gastar. —Venimos a invitarlas al cine —dijo Cuauhtémoc como si dijera: venimos a invitarlas a Europa. Doña Concha se excusó, pero las muchachas entraron en seguida en su pieza a ponerse ropa mejor. —La mayor me gusta —dijo el camarada Cuauhtémoc al agente en un momento en que se quedaron solos—. Está muy cuadrona y enamorándola se le puede sacar partido. Pero primero me echo a la vieja a la bolsa. Doña Concha pasaba de los cuarenta, pero conservaba la redondez de sus formas, la frescura de sus ojos y la lozanía de sus carrillos. Tenía cierto gesto de arrogancia y desdén y prometía más de lo que daba. —Es usted muy simpática; se ha traído el salero y la gracia de las tapatías. Se lo dijo en forma tan natural y discreta, que la vieja se puso ancha. Entonces hizo un elogio de la familia. Su marido era un personaje de mucha importancia en el comercio del Norte. Aunque un poco desobligado (bajaba la voz en un dengue de mujer injustamente azotada por la vida). Pero hablaba de él en el mismo tono que las Escamillas de «nuestro hermano Cuauhtémoc». —México no me gusta. Me he resuelto vivir aquí porque las muchachas se comprometieron a ponerme casa con mucha luz y mucho sol. Y sola, sobre todo; soy enemiga de las vecinas entrometidas y fisgonas; ¡me acalambran los nervios! En estos palomares de México me moriría

asfixiada. Lo llevó a la azotehuela y le enseñó su habitación muy limpia y luminosa. En la puerta había una enredadera y a cada lado macetas con geranios. —Las de Guadalajara somos muy románticas —habló Rosita, ya muy peripuesta. Le mostró el ángulo de población que se dominaba: azoteas y pretiles cruzados y entretejidos, tinacos y chimeneas, enrejados para las gallinas, tendederos de ropa blanca, todo un panorama refrescado de tramo en tramo por árboles, anchas trepadoras y jardinillos. Doña Concha mintió mucho. Desde luego, nunca había tenido marido: el padre de sus hijas era un agente viajero que solía pasar por el pueblo y le dejaba algunos billetes. Permanecía en la casa el tiempo estricto para cambiarse de ropa y no volvía sino por sus valijas con la cara hinchada y los ojos como jitomates. Si no se alegraban precisamente por su partida, apenas franqueaba el zaguán, nadie volvía a pensar en él. Salieron muy elegantes del brazo de sus amigos. Doña Concha repitió que no tenía confianza en estas gentes de México para dejar su casa sola. —Vamos aquí, al Monumental, que está muy cerca. Cuca y Rosita torcieron sus hociquitos pintados. Frecuentaban los teatros y cines de primera categoría. Pero, como llegando vieran bajar a un diputado con dos damiselas y entrar en el salón, se confortaron. Apenas aguantaron la primera cinta de cowboys y dijeron que aquello era mortalmente aburridor y preferían salir a tomar un refresco. Cuauhtémoc se registró una vez más los bolsillos y las llevó a la Gelatina Rosa, frente al jardín de Guerrero. Ahora la indiada venía al trote, de regreso a sus coches-zahúrdas. Caminaban cabizbajos, con los ojos turbios y descoloridos los labios por veinticuatro horas de ayuno. ¡La manifestación del

hambre! —No les ofrezco todavía mi casa, porque vivimos en un tugurio, esperando que me entreguen la residencia que acabo de construir en la colonia Anáhuac. Sólo faltan los plafoniers y amueblarla. —Cuando vuelvan —dijo Rosita—, traigan al maquinista Campillo, que es muy simpático. Lo conocí en la manifestación de Almazán. Los invitamos a cenar el sábado con nosotras.

Tragedia Llegaron de la calle Evangelina y Miguelito agitando un periódico, muy alarmados. —No más lee, hermano Cuauhtémoc. —Es por demás. Lo sé todo. ¡Qué desgracia! La hormigueante multitud del patio se acercó. —No lo conoce usted en su trabajo. ¡Pocos como él de competentes y cumplidos! —¡Y qué amigo! Lolita, que trataba de burlar la vigilancia de la policía que custodiaba la puerta, vino también y dijo: —Pero ella no tenía simpatías. ¡Pobrecita! ¡Era tan estirada y tan orgullosa!… Nadie respondió. ¿De quién se expresaba bien Lolita? La gente abrió paso al personal de la policía que venía entrando. La opinión general predominante era la de que se estaba cometiendo una gran injusticia. Todos le querían, porque, aunque la primera impresión era desagradable —por su físico desgarbado, sus hombros caídos, su espalda encorvada, su aire distraído y bobo, y sobre todo por su enorme maxilar inferior que daba calofríos—, a poco de tratarlo se tenía la perfecta seguridad de que era un hombre bueno y la más linda persona. Sus ojos melancólicos, sus labios bondadosos, su gesto sobrio y sereno, su palabra siempre lenta y medida, de una claridad y precisión estrictas, atraían profundamente la simpatía. Por ese don raro y precioso de no decir jamás una palabra de más ni de menos, sus superiores lo estimaban como una joya de inestimable valor. Gracias a esa cualidad se le dispensaban ciertos defectos, como por ejemplo, sus periódicas faltas al trabajo.

Sólo que por no dar crédito a la primera impresión, que es la que rarísimas veces engaña; por haberse dejado seducir por la otra tan halagadora y razonable, Tito, el corrector de pruebas de los Talleres Gráficos de la Nación, encontró tan deplorable fin. Por otra parte, era poco estimado. Emmita, que por esos días andaba ya casándose, comentó desaprensiva: —Es un tipo pretencioso: se cree la divina garza. El agente de publicaciones lamentaba como una gran desgracia la intervención de su maestro en el suceso: —No hay quien explique mejor que él, con apego a los postulados de la ciencia, los acontecimientos sociales del país y del extranjero. —Pero no has leído, Cuauhtémoc. Haz el favor —insistió Evangelina, consternada, dándole la hoja impresa. HORRENDO CRIMEN EN NONOALCO Anoche a las once y media se presentó en la Delegación de Policía de la Séptima Demarcación el señor H. Benavides a denunciar un crimen que se acababa de perpetrar en su domicilio. El señor Benavides es un honrado tipógrafo que trabaja en los Talleres Gráficos de la Nación. Refirió que anoche, de regreso a su casa, sorprendió una macabra escena en su habitación, que estaba muy iluminada. Dos cadáveres tendidos en su propio lecho, en un lago de sangre y horriblemente desfigurados, hasta el punto de que no pudo en seguida identificarlos. Examinando cuidadosamente sus ropas y por los antecedentes de su amistad con la familia Bienvenida…

Cuauhtémoc suspendió la lectura, soltó un escupitajo y dijo: —Puras mentiras. ¡Qué familia Bienvenida ni qué cuentos! —Sigue leyendo, Cuauhtémoc, te lo suplico. Entraron entonces dos energúmenos mugrosos, abriendo horriblemente la boca y los pelos de punta: —Horrendo crimen en la calzada de Nonoalco. ¡La extra! ¡Cinco centavos la extra, con el crimen horroroso de Nonoalco!

—¡La extra… cinco centavos la extra! Voces agudas, graves, de contralto, en falsete, acordes y a contrapunto. Voces de gente madura, de mozos y de niños; estridentes y penetrantes como la punta de un berbiquí. —¡La extra… la extra!… De los cuartos salían las mujeres con su quinto, y a poco todos tenían la extra en sus manos, mientras los vendedores salían muy satisfechos recontando sus centavos. —Déjalos que se claven, que se dejen tomar el pelo como te lo tomaron a ti, hermanita Evangelina. —¿Por qué eres así, Cuauhtémoc? Ya no me hagas repelar: sigue leyendo, por favor. Lívida, los ojos prestos al llanto, convulsa por la emoción, igual a como se ponían en el cine cuando el héroe de Yanquilandia se precipita a un abismo de mil metros para levantarse al instante sin una arruga en su traje ni desperfecto alguno en su peinado. «… Las ambulancias recogieron los cadáveres, sin que la ciencia haya podido hacer algo, y hoy serán autopsiados conforme a la ley y entregados a sus familiares para que les den cristiana sepultura. »Esta tragedia está envuelta en el misterio. Ni en los muebles ni en la ropa se encontraron huellas de lucha, de violencia o de fractura. No se trata, pues, de un asalto a mano armada. El reloj de oro y la fina pluma-fuente se encontraron intactos y en sus sitios respectivos. Por otra parte, hemos sido informados de que los hermanos Benavides llevaban una vida quieta y arreglada…». —¡Otra! ¡Los hermanos Benavides! —exclamó Lolita con exasperación—. Estos desgraciados ya me estafaron mi quinto. «… tal fue la saña de los asesinos con sus víctimas que les desfiguraron el rostro a martillazos… Por más esfuerzos que la policía ha hecho, hasta los momentos en que escribimos estos renglones ha sido imposible dar con la pista de los autores de este crimen lleno de emoción y de misterio…»

El señor Cuauhtémoc, fastidiado, le dio el papel a Evangelina, que siguió leyendo con voz temblorosa y cortada por el llanto: «… como datos complementarios de última hora comunicamos a nuestros lectores que el citado tipógrafo Benavides ha sido detenido para las investigaciones judiciales y el esclarecimiento de los hechos…». —¡Infames! ¿Y qué culpa tiene este pobrecito señor de eso? —Por eso digo yo que en estos casos lo mejor es meterse uno en su cuarto y cerrar bien el pico. Una voz cavernosa, extraña, como salida de una tumba. Así la oyeron los que conocían a Miguelito, pero jamás lo habían oído hablar. Que era lo habitual en él.

Declaración «… Esa noche me quedé en el taller cuando mis compañeros se habían ya retirado, porque el director vino a decirme que urgía mucho el trabajo que estaba parando y que se me pagaría tiempo doble. Volví, pues, a ponerme la blusa y me senté frente a mi linotipia. Esa noche íbamos a cenar Tito, el corrector de pruebas, y yo en mi casa. “Por mí no te preocupes —me dijo—; dejaremos la invitación para otra vez. Yo aprovecho ahora la ocasión de llevar a las Amézquitas al Folies”. Se despidió y yo me puse a trabajar: pero antes de media hora se interrumpió la corriente y me quedé a oscuras. Esperé más de diez minutos, me asomé al patio y vi que en otras oficinas estaban trabajando y había luz, por lo que comprendí que se trataba de alguna descompostura local que no podría repararse hasta el día siguiente. Cuando le entregaba las llaves al conserje eran las diez en punto. Un coche de ruleteo me dejó en veinte minutos en la puerta de la vecindad. En el patio me encontré con el señor Campillo, maquinista de los Ferrocarriles Nacionales, y estuvimos charlando brevemente; luego pasó la señora Lola, que vende gelatinas, y me preguntó qué fiesta tenía en mi casa, pues había visto entrar en mi departamento a un dependiente de La Flor de Lis con un canasto de fiambres, queso y botellas de vino. Me acordé de la invitación a la cena, y comprendí. Abrí precavidamente la puerta para no despertar a mi esposa; pero me llamó la atención su habitación iluminada y un sordo rumor de voces. Me detuve y escuché con más cuidado. En efecto, dos personas hablaban. Entonces entré bruscamente en la recámara y los sorprendí: mi esposa y mi amigo Tito me miraron

aterrorizados. Estaban acostados en mi misma cama. Generalmente soy sereno y tengo un control absoluto sobre mis emociones, como pueden atestiguarlo las personas que me conocen. No puedo comprender todavía lo que me ocurrió; desde ese instante perdí el sentido, y cuando abrí los ojos y recobré el conocimiento, estaba tirado sobre el tapete. Me registré el cuerpo, la ropa, y no me encontré ni golpes ni heridas, nada: no había señales de lucha. Acabé de levantarme y vi entonces el cuadro más horrible. No lo quería creer; volví a registrarme buscando una explicación, algo que me aclarara la verdad de lo acontecido. He venido sin tardanza, pues, a presentarme ante las autoridades como el autor material de este doble homicidio». A preguntas del delegado, dijo: «No puedo explicar por qué el martillo estaba en la recámara y cómo hice uso de él, porque no lo recuerdo. No sé más de lo que he declarado ni tengo interés en saber más. No intento disculparme con nada, no me cabe duda alguna de que con ese martillo les di muerte». A nuevas preguntas del delegado, agregó: «Tengo diez años de casado, no ha habido familia en nuestro matrimonio, jamás tuve dificultades con mi esposa. Profeso el socialismo radical y, por tanto, si hubiera sospechado las relaciones de mi mujer con mi amigo Tito, todo se habría arreglado sin choque, en la forma más conveniente y conservando nuestras buenas relaciones. Suelo tomar alcohol, pero jamás he incurrido en falta alguna que amerite mi detención, como puede saberse por los registros de policía».

Hechos No obstante la discrepancia de sus caracteres, por su ideología social y sus apreciaciones idénticas de los hombres y las cosas pudieron congeniar. La cachaza del linotipista, su despreocupación rayana en abandono personal, contrastaban con la melosidad del corrector de pruebas. Aquél, franqueza y lealtad con sus camaradas; éste, alambicamiento y falsedad a ojos vistas. Mucho antes de la catástrofe el señor Benavides había sorprendido una noche a Tito con su esposa Joel en amoroso palique; pero se mantuvo tan ecuánime que los hizo dudar de haber sido vistos; ¡era tan distraído!… Sin embargo, por elemental precaución, la señora Joel se opuso a que las entrevistas continuaran en su propia casa. (¡Aquella gran quijada de burro!) Por otra parte, todo era explicable en un tipo como el señor Benavides. ¿No cedía su izquierdismo radical a su pasión por las ciencias exactas y su dialéctica marxista a problemas de geometría en el espacio? ¿No se le había visto en la manifestación de los reaccionarios encaramado como un mono en una columna de tezontle, fijando el número exacto de los concurrentes? El conflicto europeo embargaba en absoluto sus horas libres, y su satisfacción mayor era la de predecir a sus amigos y admiradores, con razonamientos admirables, el resultado de las operaciones militares y hasta de las entrevistas diplomáticas. Verdaderamente, se quedaba uno muy apenado porque sus rotundas afirmaciones quedaban siempre desmentidas por los acontecimientos. Pero entonces eso ya nada le importaba a él, porque su imaginación estaba

embargada por nuevos problemas y el anterior había dejado de serlo. Tampoco sus admiradores se desalentaban: sus procedimientos eran de un rigor lógico irreprochable; en él veían realizado el ideal de mañana: un ser humano con un concepto racional y científico del universo. —He notado con pena que Tito se ha alejado de la casa, Joel. Joel, vieja cazurra, no movió los labios. —¿Le has hecho algún desaire? —No. Un monosílabo para que la voz no se oyera velada, aunque el corazón estuviera repicando. El señor Benavides cambiaba de ideas como una veleta al soplo del viento. —Oye, Joel: ¿ves ese cuadro?… —Un poco chueco… —No, no es eso… La luz le da al sesgo y se pierde mucho de su mérito por la mala colocación. En cambio, el espejo lo deja a uno ciego. ¿No te parece que quedarían mejor cambiándolos de lugar? ¿Dónde está el martillo? —Búscalo en el cajón de los hierros, en el sótano. Sólo comenzó la tarea, dejando descolgado el espejo, porque vino la hora de regresar al trabajo. —Lo dejaremos para mañana —dijo poniendo descuidadamente el martillo sobre el buró de su cama—. Te aviso que tenemos que cenar esta noche con Tito. Lo invité esta mañana. Prepara algo. Nos vemos. Joel.

Éste fue el acto primero de la tragedia, bien urdido y con raro conocimiento del «material humano». El segundo, detalles más o menos, ocurrió conforme a lo relatado. Del tercero se encargó un joven detective con grandes ambiciones, a insinuación del médico legista que intervino en la causa. —Que me ahorquen del palo más alto —dijo— si éste no es un asesinato con todas las agravantes de la ley. No hay más que verle a ese canalla la

quijada de megaterio: es el tipo del criminal nato de Lombroso, aunque Lombroso no esté de moda. El detective no echó en saco roto la observación, y se dio a cavilar largamente, hasta que, como a todos los genios, se le ocurrió una idea deslumbradora: —Doctor —exclamó, ebrio de regocijo, en los precisos momentos en que comenzaba la audiencia —; sus sospechas están comprobadas con hechos fehacientes. —¡Qué me cuenta! —Vamos a verlo ahora mismo con tanta claridad como este sol que nos alumbra. Siguiendo sus indicaciones, se llevó a cabo una nueva diligencia, ya cuando el agente formulaba conclusiones absolutorias. El juez pidió que se presentara la ropa que el acusado llevaba la noche del crimen. El señor Benavides inclinó pacientemente la cabeza, sonriendo con benevolencia. ¿Qué iban a buscarle de nuevo a la ropa? ¿La sangre seca y endurecida? ¿Con qué objeto? ¿Había negado nunca ser el autor material del doble homicidio? —¿Es ésta la ropa que usted llevaba puesta la noche de los acontecimientos? —Exactamente. —Faltan aquí los zapatos. —Son los que llevo puestos. —Y los calcetines. —Tampoco me los he cambiado. El detective se removió con tal regocijo en su asiento, que atrajo la atención del reo. —Se ha puesto usted lívido, Benavides. —Es natural, señor juez: los insomnios, las traspasadas, la falta de ejercicio físico. Su voz se mantenía firme; pero un imperceptible temblor le hacía aflojar las piernas. —Quítese usted los zapatos… El médico legista, la barba apoyada sobre su mano abierta, sonreía socarronamente. Los calcetines estaban tiesos y manchados de sangre y el calzado perfectamente limpio.

—Tiene la palabra el agente… «… entonces el asesino, para sorprenderlos indefensos, se quitó en silencio los zapatos y entró de improviso y sin ser sentido en la recámara, tomó el martillo y los mató sin darles tiempo para defenderse. Una vez perpetrado su crimen, se puso de nuevo el calzado y vino a presentarse como el homicida irresponsable que se empeña en aparecer…» Los gobiernos revolucionarios han sido consecuentes en algunos puntos consigo mismos: los asesinos, por ejemplo, son tratados con extrema bondad, especialmente si forman parte de la banda privilegiada. El señor Benavides hizo valer su ideología radical, reconocida en su sindicato, y aunque condenado a la pena extraordinaria de veinte años de prisión, antes de veinte días se le permitía salir a la calle y antes de veinte semanas se le colocó como jefe de un taller oficial, reconociéndosele las cualidades preciosas para formar parte de ciertas brigadas de choque, destinadas a realizar la anhelada dictadura del proletariado.

Pedroza, Zeta López, el agente y cía. Al otro día del entierro, Pedroza se levantó y salió al patio a refrescar su cabeza ardiente. Estaba solo; las puertas cerradas; unos gorriones piaban en los tinacos. Salió a la puerta y le sorprendió lo que a diario oía, lo que lo despertaba por las mañanas, sin darse cuenta: el concierto matinal de los pitidos y silbatos de los trenes, de los talleres y fábricas inmediatos, los de la Casa Redonda de Buenavista. Pitidos roncos que se apagan como el resoplido de un buey y otros tan agudos que se pierden como el zumbar de una saeta. Y el sordo rodar de los camiones y sus bocinas estridentes, todo con sus crescendos y hasta con sus sincopados silencios. Todo como ayer, como hoy, como mañana. Salió una mujer con un canasto y un pequeño de la mano, y dijo a media voz: —El viudo. Y siguieron adelante, platicando alegremente. Indiferencia en las cosas, indiferencia en las gentes. El pasado es el pasado. ¿Quién se murió ayer? ¡Y endrogarse con tres meses de sueldo para un entierro de lujo! Volvió al patio. Más mujeres salían de sus cuartos chismorreando como siempre. Los chicos chamagosos se arrimaban al sol naciente, comiendo restos de pan o de tortilla; perros flacos en torno suyo, con ojos enternecidos espiaban la caída de las migajas para relamerlas. Entró en su cuarto y estaba sollozando cuando fuertes golpes lo hicieron ir a la puerta. Era el agente de publicaciones que venía por él. Su tren salía a las siete cuarenta y cinco. A Pedroza le

sorprendió el asco y la aversión profunda que ahora le causaba su compañero. Una vieja amistad se agrieta sin que ninguno de los afectados se entere. Pero, enfriados los ánimos, ya no se detiene el resultado: el vaso está lleno de agua y con una gota más se derrama. Las intemperancias de la víspera, estando aún tendida Petrita, habían sido lo único que faltaba. Caminaron juntos y Pedroza no habló en todo el camino; pero, sin dar explicaciones, en Acámbaro se dirigió a otro restaurante del que ordinariamente frecuentaban y se alojó en otro hotel. Desde ese día sus encuentros fueron accidentales. En una cervecería de Guerrero se rompieron definitivamente las etapas de una y otra vida. El agente comentaba con entusiasmo intencionado la derrota de Finlandia y se ufanaba del triunfo de Rusia, como de algo muy suyo. —¡Claro! Defiendes a los de tu mismo pelo. En otra ocasión el agente se habría quedado tan fresco; pero ahora sintió con meridiana claridad, más que la significación de las palabras de Pedroza, el estallido de su rencor largo tiempo reprimido. —¿Qué me quieres decir con eso? —Quiero decir que los valientes con las mujeres y los indefensos, son cobardes montoneros cuando hay que pelear como los hombres. Los parroquianos se abrieron en dos alas y los dejaron solos. —Esto lo podemos arreglar sin testigos —dijo Pedroza, tomando bruscamente por un brazo a su colega. Subieron a un coche y dejaron con un palmo a los que quisieron seguirlos. Y quién sabe lo que sucedería en una calle solitaria de Guerrero. Media hora después, el fogonero Pedroza marchaba acompasadamente rumbo a Buenavista. En los patios encontró a Zeta López, que lo llevó al cabús de un tren de carga que en esos instantes se marchaba. De un cabús al otro, llegó a Nogales. Y nadie ha vuelto a saber más de él. Seguramente se internó en los Estados Unidos.

El agente de publicaciones abrió los ojos en una cama del Juárez, y hasta la fecha no logra acabar de despertar. Sin embargo, puede seguir en su puesto y vender postales obscenas. El fruto de esta misteriosa aventura lo recogió el bueno de Zeta López, que sólo esperaba una vacante para ascender. Emmita se regocijó mucho con la noticia y fue a buscarlo a su cuarto para felicitarlo. Pero el muy mula ya se había largado con todo y triques, sin dejar rastro alguno. Indagando entre los camaradas del riel, supo que trabajaba en los patios de Buenavista y vivía por el ex Hipódromo de Peralvillo. En efecto, una vez en su nuevo empleo de fogonero de patio, Zeta López fue por su madre y dos hermanas mayores a su pueblo de Angangueo, y les dijo: —Vengo por ustedes. Me las llevo a México a que me hagan casa y vivan ya como la gente. Soy fogonero y gano mucho dinero. Abriendo tamaños ojos, en parte por el susto, en parte por la novedad de ser tan ricas, se pusieron en seguida a componer sus maletas. En México tuvieron que vestir mejor. A lo único que le pusieron reparo fue a los zapatos que aprietan mucho y lo llenan a uno de callos. Se los pondrían sólo cuando fueran al centro. Compraron, pues, telas del portal de Mercaderes y ellas mismas se confeccionaron sus vestidos con muchos encajes, tiras bordadas y listones de seda. Zeta López también compró un casimir francés de a veinte pesos el metro y se mandó hacer un traje a la medida con el sastre de la colonia. Daba gusto verlos bajar en el Zócalo de su fordcito de a trescientos pesos. La más chica adelante, levantándose un poco la falda para no barrer la basura; Zeta López entre su madre y su hermana mayor, bien afianzadas de sus brazos. El día que las Escamillas se los encontraron por el Monte de Piedad, al verlas con sus botas de

chagrén y las trenzas sobre la espalda, soltaron una brutal carcajada. Zeta López hizo como que no las conocía y siguió adelante, muy contento de haber eludido el compromiso de saludarlas. Compraron rebozos de hilo por Capuchinas y de allí fueron a una agencia de radios. —Mándeme uno a vistas —dijo Zeta López—; pero quiero el que suene más recio y se oiga en toda la colonia. Al lado de los suyos Zeta López se sentía feliz al recobrar su sentido primitivo de la vida. Por fin un día Emmita, después de tanto indagar, dio con su casa en unos llanos donde apenas se comenzaba a fincar. Reducíase a tres piezas sin pavimento ni enjarre, rodeadas de un corralillo de alambre y desperdicio de hojalatería. Una vieja fortachona, en camisa de manta y descalza, plantaba hierbas, en cuclillas. —¿Vive aquí Juan Z. López? —¿Qué se le ofrece? —Me debe unos centavos y yo venía… —No puede ser. Mi hijo es fogonero, gana mucho dinero y no le debe nada a nadie. Derecha ya, su cara prieta, sus ojos agresivos y su gesto insolente cohibieron a Emmita: —Entonces no ha de ser el que yo venía a buscar. Y se escurrió, casi asustada. La casualidad, sin embargo, le deparó todavía una última entrevista, aunque brevísima. Fue un sábado por la noche, a la salida de la fábrica de galletas y pastas de sopas. Con un grupo de obreras se detuvo en las barrancas de la feria de San Miguel. Subieron en los caballitos del volantín y de pronto se encontró codo a codo con Zeta López, que le daba la espalda por venir platicando con sus familiares, cómodamente sentados en una calesa. Emmita contuvo la risa. «¡Ni que fuera la carroza de Maximiliano del Museo Nacional!» Pero se mantuvo quieta hasta que el volantín comenzó a dar vueltas; entonces se acercó y le dijo: —¿Me conoces, Zeta López?

—¡Emmita!… —Oye, ya que me tocó esta buena suerte, dame un buen consejo. El señor Roque me sigue haciendo la lucha. ¿Tú qué dices de esto? —Ni qué pensarlo, Emmita. A caballo dado no se le busca colmillo. Tómale la palabra. Cuando se paró el volantín, Emmita se bajó de su caballo sin decir adiós. No se volvieron a ver. Entonces, como último recurso, procuró a Chabelón al otro día. Chabelón era de sus amigos de última hora y se llevaban bien. Lo espió en la esquina del Chopo y La Rosa, a la pasada del tren que manejaba. Subió y tomó el asiento más inmediato. —Chabelón, tú que eres tan decente, dame un buen consejo. —Estoy para servirte, Emmita. Le hizo una relación tan larga, que después de realizar dos circuitos no iba ni a la mitad de la historia, por lo que la interrumpió bruscamente: —Tómale la palabra antes que se arrepienta. Y ahora bájate porque el inspector se dio cuenta ya de que vienes sin boleto. Perdida, pues, su última esperanza, Emmita procuró al señor Roque en el crucero del Olivo, adonde ocurría todas las tardes con su amigo el guardavías. —Don Roque, vengo a invitarlo a comer el guajolote, el domingo en mi casa. —Está bueno —sacó de su cartera un billete de cinco pesos—: tenga; ya sabe que me gusta más el mole de arroz pero con muy buen recaudo y hartos enjurtidos. Estuvo puntual a la cita y Emmita gentil como nunca: —Fíjese, don Roque: avisamos a los clientes que hoy no les abrimos porque tenemos visita de cumplimiento. Vamos a estar solitos. —Está bien. Entonces que venga aquí doña Cleta. La vieja refunfuñó: no estaba acostumbrada a que se la tomara en cuenta. Se pusieron a la mesa y

el cabo de cuadrillas se entusiasmó con el caldo que de gordo hacía ojos. —Es nuestro vicio —dijo Emmita— comer y vestir bien. (¡Ay, mis medias de seda y mis choclos nuevos que no puedo reponer desde la manifestación de Almazán!) Vino la gran cazuela de mole. De caliente hacía gorgoritos, y el señor Roque, haciéndosele agua la boca, levantó los ojos para felicitarla. Reparó entonces en el corazón sangrante de los labios de Emmita, pero en la duda de si sería colorete o «probaditas» de mole, optó por guardar prudente silencio. Después de algunos vasos de pulque curado se le alegró el genio y se le soltó la lengua: —Lo que es en mi casa las mujeres no se han de pintar la cara, porque a mí no me gusta vivir con garraletas. Doña Tecla y Emmita cambiaron una rápida mirada de alarma. No tanto por la advertencia cuanto por el tono de la voz, en octava alta y en falsete. Algo de ponerle a uno chinito el cuerpo. Al tercer vaso se limpió los labios, pringando de mole el mantel, y dijo: —Arrímese, doña Tecla, que tengo que hablar en serio —la vieja guiñó los ojos como los changos, pero en vez de acercarse retiró su silla—. Que se arrime le digo —y él mismo repegó la suya—. Yo soy hombre práctico. A mí no me gusta darle vueltas a las cosas, ¿sabe? La vieja comió más aprisa, sin levantar la frente. Sus largos dientes tecleaban como piano mudo. —Va a hacer un año que estoy viudo y, bueno, la hembra me hace falta. Aparte de eso, tengo un ascenso: voy a ganar dos pesos más de sueldo diario… y las buscas… En otro trago se vació medio vaso. Y prosiguió: —Es cierto que su muchachilla es medio loca; pero por eso no me apuro, porque tengo un remedio para que se le quite. Y otra vez la subida de tono y la estridencia

como de un acero que resbala en el cristal. —¿Y a mí qué me dice? Allá ella sabrá. Emmita, haciéndose de papeles, se esponjó como clueca en su nido: —Don Roque, si he de decirle la verdad, usted nunca me ha sido indiferente; pero he de pensarlo mucho, porque el matrimonio es algo serio. ¿No le parece que pongamos un plazo? —Póngalo, mi alma. —Será pasando no más la Cuaresma, si no se le hace largo. El hombre propone y Dios dispone. No llegaron ni a la Cuaresma porque Emmita de la noche a la mañana se quedó sola en este valle de lágrimas. Doña Tecla, calculando mal la fuerza de sus piernas, se aventuró a cruzar la calzada y una motocicleta la levantó en peso y la puso de cabeza sobre la banqueta de cemento. Dicen que cuando vino la Cruz Roja ya no respiraba. Y como nunca una desgracia viene sola, a don Pepito el asistido se le ocurrió enfermarse de la apuración. Cayó, pues, en cama y se dio el lujo de no morirse en el hospital, agotando, en el pago de asistencia, sus exiguas economías. La Consentida supo serle fiel hasta la muerte. No se apartó del camastro, acurrucada sobre las rodillas del viejecillo, solicitando la caricia de su mano sobre su piel sedosa y negra como el ébano. Un dulce runruneo lo arrullaba hasta dejarlo dormido. Entonces ella se incorporaba, estiraba la cola y las patas, tendía su lomo en curva pronunciada y, haciendo brillar sus ojos como esmeraldas, daba un suave maullido, alejándose con gesto hierático y elegante que justificaba su nombre de Consentida. Gracias a la buena puntería del ahora difunto tío de Angelita, que limpió de bichos donjuanes la vecindad, la Consentida pudo mantenerse casta y pura. Y casta y pura se metió en los sótanos de la casona a la misma hora en que el servicio fúnebre municipal vino por los restos mortales de su señor. Nadie consiguió hacerla salir de allí; primero se oían sus tristes maullidos en la quietud de la noche, luego

se fueron apagando hasta extinguirse poco a poco. Y con ellos desapareció para siempre el recuerdo del señor Pepito.

Emmita se casa El matrimonio de Emmita fue acontecimiento tan sonado en la vecindad como la muerte de Petrita. Además sirvió de mamposte a las Escamillas para subir un paso más en la escala social. Resuelto el matrimonio, Emmita fue desde luego a visitar a la señora Rosita (instalada ya en el uno con el señor Campillo, sin licencia de nadie), a fin de pedirle su Lincoln acabado de estrenar, para la ceremonia religiosa. Rosita dio media vuelta, sin responder, y el maquinista dijo que lo sentía mucho, pero que a su automóvil se le había roto la transmisión. ¡Gran cínico! Antes de media hora Emmita los vio salir juntos y subir en el automóvil, sin cuidarse de que ella los viera. Dijo todas las malas palabras que sabía y tomó la resolución heroica de solicitar el Buick de las Escamillas. —¡Cómo no! —le respondió Evangelina con inesperado afecto—. Y no sólo eso: podemos ser sus damas de honor con nuestras amigas de Azcapotzalco, que visten bien. Además, si no han buscado padrinos, nuestro hermano Cuauhtémoc y yo podremos serlo. Emmita respondió, cohibida, que eso tenía que consultarlo con el señor Roque. En verdad había pensado en Chabelón y la señorita Angelita. Don Roque le respondió que ya le había dado amplias facultades para arreglarlo todo a su gusto, puesto que él nada entendía de esos asuntos. Evangelina, muy entusiasmada, ofreció entenderse con el adorno floral de la parroquia de San Miguel. Era amiga del sacristán y lo arreglaba a precio muy económico. —Le advierto que mi hermano Cuauhtémoc es muy delicado y exigente: le gustan las cosas bien

hechas o nada. Así es que la ceremonia tendrá que ser entre las once y las doce, porque sólo la gente baja se casa ahora temprano.

Y una mañana de primavera, entreverada con sus horas invernales, mientras las Escamillas ataviaban a la novia con su elegante traje blanco (veinte pesos de alquiler en una casa de disfraces), en la accesoria ocupada por Bartolo el remendón se lloraba (en secreto para no molestar a los vecinos) un drama muy triste. Bartolo tenía seis hijos que eran propiamente seis encantos. ¡Tan contentos que se revolvían por la noche en su deshilacliado camastro con sus dichosos cuanto malolientes progenitores! Abajo del tapanco, dos octogenarios, vendedores de fruta, por cinco centavos diarios tenían derecho a extender su petate y dormir en él, al lado de la mesa con el gallo amarrado de una pata y con el gato y el perro en el rincón. Y bien, la víspera salieron los seis hermanitos a la puerta cuando todavía el sol no apuntaba en los pretiles, sin más ropa que unas garras de camisa que todo lo cubrían, menos el pecho y la espalda, los brazos y las piernas. A uno de los más pequeños le falló su autothermorregulador y comenzó a toser muy feo, al mediodía dejó de toser y por la noche de respirar. De suerte que cuando llegó a la puerta de la vecindad el Buick acharolado y recién lavado de las Escamillas, con muchos ramos de azahar, en la mesa de trabajo de Bartolo, desocupada de los útiles de oficio, yacía el difuntito tras la sucia cortina de manta, en un cono de sombra. La muerte suele ser inoportuna. Los clientes y vecinos de Bartolo se obstinaron en ignorar la pena que lo afligía. Lolita se dio a poner ramos en puertas y paredes, mientras los vecinos y transeúntes desocupados y curiosos se aglomeraban a la puerta, en espera del desfile nupcial. Dieron las once, el novio no se presentaba y

eso dio motivo a regocijantes comentarios y sabrosas anécdotas. Pero cuando se le vio aparecer dando largas zancadas, enjugándose la frente con amplio paliacate amarillo, de flores guinda, mostrando su satisfacción y alegría, todos se echaron a reír. Vestía burdo casimir morado con hilillos rojos, tan holgado que el cuello se le montaba a la nuca y las manos se le perdían en las mangas. Disimuló su cortedad pasando aprisa y saludando con una gran caravana. A poco rompieron el desfile el señor Cuauhtémoc, de chaqué gris oscuro, plastrón y polainas perlas, llevando del brazo a la novia. Lolita opinó que estaba mejor para novio que el infeliz de don Roque, que no encontraba sitio para él, ni menos para sus manos. Emmita iba tan bien pintada que sin el vestido blanco y los azahares de novia nadie la habría reconocido. Las Escamillas con sus amigas de Azcapotzalco salieron al último, arrastrando sus largas faldas de charmeuse azul celeste, levantándolas por un costado para enseñar las zapatillas blancas de altos tacones plateados. Era imposible caber en el Buick y el Cadillac. El señor Cuauhtémoc metió a doña Tórtola en la carcacha con otras viejas, y tomando el volante del Buick dejó que se acomodaran como pudiesen a la novia y sus damas de honor. El señor Roque iba ya adelante, a pie, a esperarlos en la puerta de la iglesia. Y todo estuvo bien: el señor cura despertó dentro de su capa pluvial y el sacristán dejó de espantar las moscas y se levantó a encender las velas. Al son de la Marcha nupcial de Mendelssohn, entonada por el armonio y reforzada por la voz atenorada del cantor, entró el brillante cortejo. La vuelta resultó más pintoresca. El Impedido, a quien se confió el cuidado de los coches, invitó a sus camaradas, vagos y holgazanes del rumbo, a darse una vuelta por las Lomas de Chapultepec, sin medir exactamente el tiempo. Incidente del que las muchachas supieron aprovechar, pues les permitió

lucir mejor y por más tiempo sus estrenos. De dos en dos desfilaron por las aceras olorosas a cebollas, ajos y perejil. El color celeste de sus vestidos mayormente hacía resaltar el oscuro y cobrizo de su piel, rebelde a todo afeite. Los mismos camioneros detenían por momentos sus vehículos para festejar la gratuita exhibición. La fiesta tuvo lugar en la casa de las Escamillas y con una concurrencia tan numerosa, que se bailó hasta en la cocina. Miguelito y Evangelina, muy borrachos, anunciaron su próximo matrimonio en medio de ruidosos vítores y aplausos. Al otro día, por la mañana, la feliz pareja salió en viaje de bodas a Guadalajara. Pero regresaron muy pronto porque a Emmita no le gustó y dijo que las tapatías eran como las de Querétaro: «Les falta trato». Las primeras felicitaciones se las dio el guardavía del crucero del Olivo, levantando su bandera roja para detener el tráfico. Pasó una enorme locomotora resoplando y ennegreciendo el cielo con denso penacho de humo. Un chamaco en camisa y calzón blanco pasó gritando en horrible falsete: «Universal, Excélsior,

La Prensa…». —Como México, sólo México —suspiró Emmita, dichosa de su cielo, siempre turbio de humo y de polvo, y oloroso a petróleo y aceite quemados. Dijo que venía admirada de que con aquel cielo de Guadalajara, tan lleno de luz, las gentes no se hubieran quedado ciegas. De la acera del frente llegó una bocanada de aire cálido y pestilente. Sobre la banqueta había montones de hortalizas descompuestas, fruta podrida y basura que oteaban perros escuálidos de largos hocicos. —¡Fuera de México todo es Cuautitlán!…

Después de una vida tan movida Emmita se

encontraba, pues, la felicidad donde menos se la había esperado y reencontraba el camino de la honestidad que su sino le había trazado. Cierto es que el señor Roque era un perfecto primitivo hasta con pelos en la frente y que ella se había prendido a él como el que, viéndose perdido, se agarra de un clavo ardiendo. Pero el señor Roque tenía el secreto de la felicidad del hogar y pronto lo puso en práctica. Una tarde, oscureciendo, de regreso de Buenavista se encontró a su joven esposa en alegre palique con el agente de publicaciones. Sin saludar ni decir nada, la tomó por un brazo y se la llevó a la vivienda. Emmita iba fría. —No me gusta verte chacoteando con los hombres. Es necesario quitarte esa mala maña — pero su tono era tan pausado y quieto, que Emmita recobró su tranquilidad. El señor Roque salió y no tardó en regresar con un camioncito de carga. Sin decir nada, sacó los triques, subió a Emmita y la puso entre él y el chofer. Maldita la gracia que a Emmita le hizo tal misterio. Entraron en Buenavista y, luego que metieron en un furgón los avíos de la casa, el señor Roque dijo: —Casa nueva, pueblo nuevo y vida nueva. Esta noche nos vamos a dormir al hotel. Y como Emmita con sus ojos le mostraba su sorpresa, agregó: —Nos vamos a Trinidad, que es mi tierra, muy cerca de la vía donde voy a trabajar. Al otro día, domingo, se desayunaron muy contentos en un restaurante de chinos, frente a San Fernando, y luego tomaron un coche a Ixtapalapa. El señor Roque, muy contento, agitaba en su diestra una vara de membrillo a guisa de fuete. Hizo detener el coche cerca de Santa Anita. Tomaron, a pie, una vereda en medio de muchos árboles. Llegaron a un pequeño llano donde pastaban media docena de vacas. De pronto levantó la vara: —Para que se te quite la mala maña —y le dio diez, repitiendo con voz grave y pausada, a cada golpe—: para que se te quite la mala maña.

¡Santo remedio! Aquel matrimonio que comenzó bajo tan malos auspicios fue de los mejores de la tierra. El señor Roque le entregaba íntegros los semanarios y ella le tenía la casa como taza de china. A los nueve meses justos de casados le dio un bebé hasta con pelos en la frente. Aunque parezca mentira, el que más sintió la desaparición de Emmita en la vecindad de Nonoalco fue el solitario que habitaba un humilde cuarto en la pequeña azotea, sobre los lavaderos, en el tercer pasillo. «El viejito de arriba» sintió como si le hubiesen arrancado otra planta de su huerto. Primero fue Petrita con su ágil chismorreo de casa en casa, después la señora Julia (la diaria despedida del señor Campillo de overol azul, inclinándose para besarla bajo el manto cardenalicio de la bugambilia), luego la floresta de cotorras del 40 con todo y su mal hablado perico, cambiados a uno de los departamentos del patio principal; ahora Emmita la inquieta y sus eternos flirteos con el señor no importa quién, al arrimo de las enredaderas de campánulas azules de su puerta. Por cierto que fue Emmita la que inventó la fábula de que él hablaba con los espíritus. Fábula a medias no más, porque, en efecto, cuando se detenía a ver las flores o a escuchar el garruleo de los gorriones y el canto de los cenzontles de Lolita, sus labios se estremecían en una sonrisa misteriosa y sus ojos brillaban con una luz tan rara que sorprendía e inquietaba a los que ignoraban que los pájaros y las flores tienen alma en realidad. Veíasele salir a diario a la una en punto y regresar dando las tres con su bolsa de ixtle, dos botellas de leche y dos bolillos de a cinco. A veces en la otra mano llevaba un saquito de cortadillo de caramelo para los chicos que no le pedían. El moblaje de su cuarto se reducía a un desfondado sillón de mimbre, una cama de tablas y una alacena. De la pared pendían sacos de papel y de ixtle conteniendo pedazos de pan más duro que las piedras. Una lamparita sin pantalla y una escoba

de largo mango completaban el ajuar. Mirando las nubes revueltas y deshilvanadas que la luz desparpajaba en jirones azules o cristalinos y luego disolvía para formar otras nuevas, en su sillón, tomando el sol, se quedaba dormido. Otras veces sus ojos estaban fijos en el cielo y su pensamiento perdido en otro cielo más profundo aún. Y eran sus mejores momentos, porque el viejo siempre está matando el tiempo y siempre está deseando más tiempo, viviendo la paradoja del amor y de la suerte. Y caso singular: el día que se quedó quieto en su sillón con los ojos abiertos, sin molestar a nadie, le encontraron un nudo con quince pesos y un pedazo de papel que decía: «Para mi entierro». Nadie osó violar su voluntad. Se le dio sepultura de a quince pesos, y, sin invitaciones ni acuerdos, todos los vecinos tomaron camión de a diez centavos planilla para acompañarlo a Dolores. No hubo elogio fúnebre ni pésame, porque nadie tenía que decirle nada a nadie. Pero todos estaban callados, como si sintieran que algo se les arrancó de su propio corazón. Sin saberlo, todos lo habían amado.

El día de campo La novedad principal fue el estreno del traje necker del señor Cuauhtémoc. Lo mismo que sus hermanas se enamoraron de las bicicletas, desde Loca por la música, él soñaba en ponerse un vestido igual al del camarada Trotski, a quien conoció en las figuras de cera de las calles de República Argentina. Y como Miguelito vino de Torreón ex profeso a socorrer las necesidades de la familia Escamilla, no tuvo dificultad en mandarse hacer uno a su medida en El Palacio de Hierro. Hubo otra nota interesante: la asistencia de las Amézquitas de las calles de Mina. Previa una cena en El Patio, que le costó más de cien pesos a Miguelito, el señor Cuauhtémoc consiguió que aceptaran su invitación al día de campo. A la vista del desmantelado departamentito de las Escamillas, las Amézquitas torcieron tan feos los labios, que el señor Cuauhtémoc tuvo que explicar por centésima vez: —Nos hemos aguantado en este mugrero por evitarnos las molestias del cambio. Sólo faltan unos días para que acaben de instalar los plafoniers y un pullman con su oruga en nuestra residencia de la colonia Anáhuac. Rosita se enteró de que el maquinista Campillo no concurría a la fiesta y quiso regresar en seguida a su casa; pero la distrajo una escaramuza de tanteo entre su hermana Cuca y Evangelina, sobre el tema de «quiénes tenemos más dinero y quiénes gastamos más», naturalmente insoluble. Tácitamente los circunstantes votaron en favor de las Amézquitas. Las Escamillas no habían perdido su aire cerril y conservaban íntegro el gesto acanallado de sus amistades de Atlampa; no

prescindían de sus charmeuses relucientes ni de pintarrajearse furiosamente la boca y los ojos, lo mismo que de todo lo que en los cabarets de Nonoalco era la última palabra de la moda. Las Amézquitas, por el contrario, vestían trajes muy sencillos y perfectamente cortados, cosa que pasó tan inadvertida para las Escamillas, que se secretearon entre sí: —Es más la facha que la ficha, fíjate: visten muy corrientito. —Los negocios marchan bien: la gasolinera de San Rafael deja harto, pero podemos ganar mucho más; ¿no es verdad, Miguelito? Tenemos ya en trato un garage por Peralvillo con su taller de reparaciones y todos los aditamentos para un servicio de primera; ¿no es cierto, Miguelito? Y Miguelito, que hasta ahora no tenía noticia de ello, guiñaba tristemente sus ojos de borrega, respondiendo que sí. Las Escamillas se acabaron de escamar cuando Cuauhtémoc, tomando el brazo de Cuca Amézquita, abrió el desfile con arrogancia. Sentíase feliz con su grueso pantalón corto, sus medias negras de lana, sus toscos choclos de becerro y su gorra gris de casimir a cuadros. En el viejo Cadillac se amontonaron doña Concha, doña Tórtola, Lolita la de las jaletinas y demás polilla del vecindario; en el Buick, el señor Cuauhtémoc con las Escamillas, la señorita Angelita del 22 y la señorita Beatriz del 31. «Nuestro hermano Cuauhtémoc nos hace menos por esas rotitas móndrigas. ¡Ya veremos!» —Miguelito, lleva tú la guitarra y te vas con las familias a tomar el camión a la Alameda de Santa María. Nos juntamos en Tacubaya. Evangelina, de pantalón azul de mecánico, blusa roja y boina blanca, tomó el brazo de su novio y el de su hermana Gracia, que salía de falda corta, tobilleras de algodón rosa y orilla azul, mostrando sus pantorrillas abotijadas, color de tierra mojada. En Tacubaya se tomaba el tren de La Venta. Pero como demoraba aún en llegar, la multitud se

dispersó por el mercado a comprar fruta y otros comestibles. Apenas llegó un tren, todo se volvió gritos, risas y alegría. Constaban de un solo coche con departamentos de primera y segunda clases que en un instante fueron ocupados. No sólo los varones sino muchas muchachas que se quedaron sin asiento y, prendidas de los tirantes de cuero del coche, hicieron de pie el viaje. Dejaron las calles principales y Chabelón inició la frasca: —Canten El barrilito. —¡El barrilito! —lo corearon con entusiasmo, y el señor Cuauhtémoc pidió la guitarra a su socio y la templó. Chabelón, de suyo tan peripuesto, ahora vestía una guayabera color canela y altas botas de alpinista. Venía cortejando a la señorita Angelita, que por primera vez concurría a fiestas de la vecindad. El barrilito surgió entre carcajadas y berridos: voces masculinas y femeninas, desafinadas, en falsete, estridentes de desgarrar los tímpanos. Rosita Amézquita, que pasivamente los había seguido, apretaba los labios en un tic de dolor. Un viejo pasajero dio un gruñido y se pasó al otro departamento. En vano, porque todos eran de la misma familia. Sólo dos americanas maduras, vestidas de lino blanco, daban muestras de alegría, contagiadas por el regocijo del concurso. —¿Y usted por qué no canta, Angelita? —Porque no sé, Chabelón. —No se necesita sino abrir bien la boca: fíjese —observó un pasajero hábil en convertir el coraje en risa. Chabelón y Angelita lo miraron al sesgo. —Las del interior somos muy payas. —En cambio, los de la capital carecemos del sentido del ridículo. Mis felicitaciones. La pareja volvió la espalda al intruso y se alejó algunos pasos de él.

—La verdad es que yo no me hallo entre sus amigas, Chabelón. No era pretenciosa, sino ingenua. Con mucho trabajo Chabelón había conseguido el permiso de doña Elisa para que le permitiera concurrir al paseo: —No tema usted nada. Toda es gente decente. ¿Las Escamillas? Ni sombra de las que conocimos. Desde que vino su hermano Cuauhtémoc, son muy otras y me las tiene en un puño. El señor Cuauhtémoc es muy rico y no más vive aquí mientras le acaban su residencia en la colonia Anáhuac. Angelita le dijo en tono confidencial que ella estaba muy mal acostumbrada; que en su tierra la gente baja no se codeaba con las personas decentes y que ella era de buena familia. Chabelón se quedó en ayunas. Por un momento las americanas se distrajeron del pintoresco cuadro vernáculo por otro superior. Afuera, en estribaciones tapizadas de verde apagado, matizado de florecillas silvestres, apareció Cuajimalpa con sus aleros de tejas rojas y sus mujeres vestidas de los mismos colores de las flores en el fondo afelpado de verde marchito. Gritaron muchas canciones de Agustín Lara y dijeron muchas majaderías con pretensiones de chistes agudos, hasta que el trencito se detuvo en su terminal. La multitud, como caballada, se precipitó a las puertas, atropellándose y estorbándose para bajar. Hubo más estrujones, gritos y carcajadas y el pasajero gruñón les gritó a voz en cuello: —Cada cual se divierte como puede: los borricos retozando y rebuznando. —No le hagan caso que está enfermo de neurastenia senil —respondió el señor Cuauhtémoc, coreado por las carcajadas del acompañamiento. Conforme al lema de estos paseos, «estar contentos», hasta las abuelitas repicaron con sus gargantas de matraca. Los niños dieron la nota de la cordura dispersándose por el bosque sin pedirle

permiso a nadie, ni ser advertidos por nadie. Algunos campesinos se acercaron ofreciendo cabalgaduras que conducían de la brida. —¿Le gustaría montar a caballo, Angelita? —Me encanta. En mi tierra lo hacía casi a diario cuando era chica. Era más bien un pretexto para alejarse del antipático grupo. Tomaron, pues, dos caballucos y, entrando por una sinuosa vereda, desaparecieron entre el tupido pinar. Chabelón iba ebrio de regocijo y dijo que aquél era el día más feliz de su vida. Se apearon cerca del Desierto de los Leones y se sentaron al arrimo de un añoso pino, sobre un tapete de hojas secas que los defendía de la humedad del terreno. Angelita respiró profundamente, embriagada por el aire saturado de aromas resinosos y mirando el pedazo de cielo azul que asomaba entre las cimas del pinar. —¿A usted no le gusta el paisaje, Chabelón? —Mi mamita hacía versos. —Su mamita no me quiere, Chabelón. —Es muy buena, usted no la conoce. —Me niega el saludo cuando me encuentra. —Es distraída, no más… —Pero yo estoy muy mal acostumbrada. Chabelón le tomó una mano, y el conductor de las bestias, ducho en esos idilios, se acercó a cobrar el pasaje de ida y vuelta, y dijo: —Cuando quieran volverse, patrón, ya sabe: me avisa con un chiflido. Los demás concurrentes se habían internado en el bosque cerrado, en un ambiente húmedo y frío, adonde ni los rayos del sol lograban alcanzar. Llegaron a una gran glorieta bien asoleada, y allí se detuvieron. El bacardí y la cerveza pronto les devolvieron el calor perdido. De repente una voz fresca, bien timbrada y de expresión llena de ternura los sorprendió. —¿Quién es? —Rosita, mi hermana, que le gusta soñar despierta.

—¿Por qué nos ha dejado? Se oye lejos de aquí. —Es así de extravagante. Sería capaz de volverse sola a tomar el tren a México. La voz natural, sin cultivo alguno, era hondamente atrayente por su delicadeza expresiva. Pero a poco se extinguió y nadie volvió a preguntar por Rosita. A poco todos estaban borrachos. Sólo la señorita Beatriz conservaba intacta su dignidad. Gravemente daba una conferencia acerca de nuestra riqueza, desde que México es dueño de su petróleo, pero ante un auditorio tan incomprensivo como distraído. Lolita, que fue la única en tomarla en serio, le dijo: —No nos quiera tomar el pelo, chula. Ahora no somos dueños siquiera del maíz y del frijol que siempre fue nuestro. El maíz lo traen de la Argentina y el frijol del Japón. La señorita Beatriz era una paradoja de carne y hueso o más bien de puro hueso. Flaca como espárrago, del no comer, era una de las más ardientes defensoras del presidente Cárdenas y sus sistemas de gobierno. Había gastado la primera mitad de su vida en sostener a un hermano holgazán que a puras trampas consiguió su título de médico, y ahora se gastaba la otra mitad en mantener al mismo holgazán sin clientela que se pasaba la vida tendido en un jergón, metido en una bata mugrienta y deshilachada o en la pulquería, siempre absorto y callado, «meditando en la inmortalidad del cangrejo», al decir de Lola. Y ella eternamente en la ventana, inclinada y de perfil, como viejo vitral empolvado, acabándose los ojos en finísimos bordados que una casa de Mexican Curios le pagaba en vil moneda depreciada y vendía en dólares americanos. Cuauhtémoc, dedicado exclusivamente a Cuca Amézquita, despertó terribles celos en sus hermanas: —Esta rota lo que busca es marido. Pero con nosotras se lleva chasco.

—¡Palabra que no hay derecho! Nosotras todo se lo aguantamos, hasta que nos lleve a la casa las muchachas que le gusten. Pero lo que es una novia, nada. Primero está el pan que comemos. Cuando comenzaron a comer, el cielo se encapotó y se soltó una lluvia menuda y penetrante. Perros viejos, como brotados de la tierra, los rodearon, haciendo brillar sus ojos ávidos, jadeantes sin estar cansados y reteniendo gruñidos de gula no satisfecha. Chabelón, sin soltar la mano de Angelita, seguía jurando que ése era el día más feliz de su vida, y ella repetía como boba: —Pero su mamita no me quiere. El soplo helado del viento junto con el vaho húmedo y cálido que salía del suelo les produjo ese malestar extraño que precede a las enfermedades serias. Angelita se levantó bruscamente: —Vámonos ya, Chabelón. Se juntaron de nuevo en el tejabán donde las señoras mayores se habían detenido a matar el tiempo tomando oranges y limonadas. La aparición de la pareja provocó una explosión de risas y aplausos, tan bochornosa para Angelita como de prestigio para Chabelón. En el mismo vehículo subieron otra vez las americanas, ahora con grandes manojos de flores y su mismo regocijo infantil. Y todo fue risa y gritos y ademanes descompuestos de los que venían más ebrios. —¡Viva la cucaracha! Pasó el vetusto Cadillac apretado de viejas y niños y multitud de pañuelos blancos se agitaron con el aire. —¿Quiere que baje la ventanilla, Angelita? Más allá de los llanos reverdecidos, del mar de plata de las espigas de maíz, bajo la niebla, inmensos cuarterones baldíos y fangosos se extendían como multicromos tapetes: aceitilla blanca, mirasoles morados, estrellas de oro, y todavía más allá el finísimo manto de la helada llovizna cerrando los horizontes.

—Bájela si le molesta; a mí este aire apenas me refresca la cara. El paseo acabó mal para el camarada Cuauhtémoc, que dio con sus huesos en la Comisaría por toda una noche. Haciendo chistes, había atropellado a un transeúnte. Primero bañó de lodo a una familia, metiendo las llantas intencionalmente en un bache. Eran señoras y niños. Y como no protestaron, detuvo un poco el coche, sacó una moneda de la bolsa y se la arrojó a la cara: —Allí les va su níquel de a cinco para que se compren un cafión y se curen el resfrío. Miguelito ocurrió muy temprano a pagar la multa. —No te preocupes, Miguelito: esos cincuenta pesos se te convertirán en quinientos en cuanto abramos nuestro garage.

Chabelón Siendo muy pequeño, doña Cunde le llevaba su almuerzo y le decía al portero de la Indianilla: —Hágame el favor de llamar a Chabelón. El portero, con una sonrisa de maldad en los labios, gritaba a pleno pulmón: —¡Chabelón, aquí te buscan! Por tanto, si su nombre era Isabel, doña Cunde consiguió que todo el mundo lo llamara Chabelón. —Chabelón es muy inteligente, Chabelón tiene mucho gusto para vestirse y no hay aquí otro más guapo que él. Y los que primero, por burla, lo llamaban Chabelón, así siguieron nombrándolo en serio. Emmita, resentida porque en días festivos Chabelón le negaba el saludo, dijo: —No es más que un pretencioso: se cree la divina garza. Y no era verdad. Los domingos se ponía sus trajes vistosos y bien planchados, y si no saludaba era simplemente porque le faltaban ojos para mirarse a sí mismo. Pasaba por el patio principal con la cabeza descubierta, muy rizada, provocando la envidia de las muchachas más bien peinadas. —Con otra escuela y en otro medio, usted habría sido poeta —le dijo en broma el maquinista Campillo. —Mi mamita componía versos —le respondió, sin inmutarse. Cortejaba a la señorita Angelita del 22, que era muy arisca con él. Cuando se la encontraba en el patio, apresuraba su taconeo, se mantenía erguida, sin volver el rostro, y sorda a sus galanteos, no obstante que, en buena lid, mucho tiempo antes le había ganado un saludo y una sonrisa. Ocurrió

cuando las Escamillas habitaban el 40 y daban la nota escandalosa con sus bailes y borracheras, mucho antes de la venida del señor Cuauhtémoc. Feítas hasta decir basta, tenían, sin embargo, su casa llena de adoradores: facinerosos prietos y peludos, desde la tarde del sábado hasta el lunes por la mañana. Las caras femeninas eran invariablemente las mismas; pero las masculinas se renovaban con frecuencia alarmante. Los vecinos pusieron el grito en el cielo. Se llegó a un acuerdo: si el dueño de la vecindad no echa a esas mujeres, el mismo día todos le dejamos sola la casa. Se nombró una comisión, y el propietario, muy contento, dijo: —Me deben seis meses de renta sin esperanzas. Pertenecen a la Liga de Inquilinos Revolucionarios y cuentan, ¡naturalmente!, con el apoyo de nuestro gobierno. Pero si ustedes se comprometen a prestarme auxilio, mañana mismo las echo con sus petates. Lolita (¿quién otra podría haber sido?) corrió al instante a llevar el chisme: —Prevénganse, niñas, las van a correr de la casa. La vecindad está resuelta a recibir a garrotazos a los de la Liga. Evangelina se puso en jarras, frunció las cejas, reconcentró su pensamiento y dijo: —Ya sé lo que debo hacer. Se puso su overol azul de trabajo, salió a la calle y fue a La Perla a pedir dinero adelantado. El actuario y sus acólitos tuvieron que salir como el perro que se comió el jabón, porque las Escamillas, peso sobre peso, pagaron su adeudo. Y para aligerarles la fuga, el Impedido agregó unas cuantas insolencias. —Está bueno: ahora van a saber estos cochinos burgueses quiénes somos los Escamillas. Desde esa noche, apenas entraba en silencio el vecindario, sacaban su radio al patio, le abrían todo el screw y se ponían a cantar, a reír, a gritar y a bailar, hasta que terminaban las transmisiones.

Por cobrar importancia con sus amistades, Chabelón concibió la idea más oportuna y feliz de su vida. —Ya verán qué broma voy a darles a estas muchachitas. Se encaminó paso a paso adonde tenían puesto el aparato de radio, y saludó con voz serena. Nadie le contestó. —Vengo a rogarles que apaguen su maquinita, porque no dejan dormir a nadie. —Apáguela, pues, si los tiene en su lugar —le respondió el Impedido, que estaba acurrucado contra la pared. Chabelón, siempre apacible y risueño, se acercó un poco más al aparato y con rapidez inesperada, de un brusco puntapié, lo derribó y lo hizo bailar en las baldosas. El Impedido dio un salto de víbora, con un pedazo de hojalata en la mano; pero Chabelón, prevenido, de un cerrado puñetazo en la nuca lo puso fuera de pelea. Libertad y Gracia levantaron las sillas, prontas a romperle la cabeza; pero Evangelina, con gesto de cómica aficionada a la tragedia griega, las detuvo serena y magnifica: —¡Déjenlo! Mañana en la Delegación de Policía oirá mi boca. Para concurrir a la cita judicial Chabelón se puso un clavel rojo en el ojal. Era ya el objeto de la admiración y el aplauso de toda la casa. Puntual, escuchó con atención la lectura del acta, y sin inmutarse sacó su billetera y pagó el daño. Luego que las niñas recogieron y contaron con mucho regocijo su dinero, Evangelina, cumpliendo lo ofrecido, hizo oír su boca. Chabelón esperó, y cuando el delegado dio muestras de impaciencia porque aquello tenía trazas de no acabar nunca, dijo: —Señor delegado, usted las ha oído. Las acuso de calumnia y difamación, y pido que se levante el acta. Convertidas en fieras, las tres Escamillas

gritaron y vociferaron a un tiempo. Y como el delegado las llamara al orden, arremetieron con él. —Ya ve usted qué clase de gentecita es ésta, señor delegado —observó Chabelón, sonriendo como un arcángel. El delegado pidió gendarmes; pero, a ruegos del motorista, sus vecinas quedaron en libertad. —Sólo quiero que el acta quede abierta… ¡por si las moscas, señor delegado! Salieron bufando y tragándose sus palabrotas. Chabelón, conciliador y cordial, se acercó y las invitó a tomar una cremita con pasteles a La Bella Josefina. Allí se reconciliaron, y cuando salieron eran los mejores amigos del mundo. Esa hazaña dio a Chabelón una gran popularidad y el primer saludo de Angelita con la más linda sonrisa. Pero allí quedó todo. Después fue como si jamás se hubiesen visto. Por otra parte, doña Cunde la detestaba. Cuando Chabelón, de vuelta del día de campo, entrando alegre como sonaja, le dijo: «Mamita, albricias, acabo de encontrar mi media naranja», ella plegó las cejas, iracunda, y le respondió: —Adivino quién es la… ella. Me tiene miedo, como si yo fuera el mismo diablo. Chabelón no se alarmó. Su mamita hablaba con el mismo tono y tenía igual gesto que cuando recitaba «A María la del Cielo», creyendo sinceramente que nunca le había pedido ni amor al mundo ni piedad al cielo. En efecto, doña Cunde intempestivamente cambió de gesto, y con voz dulce y expresiva le dijo: —Tráeme, pues, a esa prenda. Quiero conocerla más de cerca. Doña Cunde (de Secundina, por economía y euritmia) no tenía derecho a tantas exigencias. De una familia de broncos mineros de Guanajuato, en su tierra había dejado fama de sonadas aventuras. A los quince años derrochó algunas modestas fortunas. A Chabelón, por otra parte, no le costó poco trabajo llevar al día de campo a su pretensa. Con el

pretexto del fallecimiento del tío, se aventuró a hacer una visita de pésame. Doña Elisa no le conocía ni de vista y lo recibió cortésmente. Repitió lo que a todos había contado: que su hermano había sufrido un ataque cerebral que lo dejó con un lado muerto y la lengua como trapo; que desde ese día el pobrecito no se podía soportar, porque con la mano buena todo les tiraba a la cara, y que bendito sea Dios que ya estaba descansando. Angelita fue más explícita, y de lo que una y otra decían se sacaba en limpio que el militar se había muerto una noche sin haberle quitado el sueño a nadie y sin que siquiera se lo agradecieran. Muy animado por la inesperada acogida y por el ambiente tan favorable, Chabelón contó que se estaba preparando un día de campo por los vecinos mejores de la casa y que todos contaban con que ellas también concurrirían. Doña Elisa no respondió sí ni no, y Angelita con los ojos dijo que sí. Por lo que Chabelón se despidió muy contento y con esperanzas. —Me parece que este joven, más que por darnos el pésame, ha venido porque tiene interés por ti, Angelita. Angelita bajó los ojos, sonriendo levemente. —¡Cuidado! No sabes tú quién es. Recuerda que la educación que le he dado es muy distinta de la de las gentes entre quienes vivimos ahora. Pero Angelita se las compuso de modo de convencerla de que se trataba sólo de una amistad lícita, y pudo obtener el permiso de ir al paseo.

Verdadero problema se le presentó a Chabelón cuando doña Cunde le exigió que le presentara a su novia. Tuvo que proceder con premeditación, alevosía y ventaja. La espió un sábado por la noche cuando regresaba de entregar su ropa, y al pasar frente a su vivienda la hizo entrar: —Madre, aquí está Angelita, que te quiere hacer una visita. Por lo imprevisto del momento, Angelita no

podía pronunciar ni una palabra y sentía que el corazón se le salía, pero doña Cunde estuvo cordialísima y todo fue una sorpresa para los tres: —Verdaderamente es un encanto la muchacha, Chabelón. Le acarició las mejillas, la besó muchas veces y la invitó a cenar con ellos los sábados que Chabelón estuviese libre. Naturalmente, a medida que la fue tratando le fue encontrando defectos, y cuando no tuvo más que espulgarle, le aumentó los que tenía y le inventó los que le faltaban. —Ahora necesito conocer a la que quiere ser tu suegra. —Madre, creo que lo que me pides es un imposible, pero yo pondré todo lo que esté de mi parte para traértela a casa. Doña Cunde pasaba de los cuarenta y conservaba cierta lozanía y esa fuerza extraña de atracción que tienen sobre las jóvenes las mujeres muy corridas. Su casa siempre estaba concurrida por muchachas, y ella les contaba historias amenas, recitaba versos románticos, cantaba canciones picarescas y hasta solía darles consejos: —No sean tontas, experimenten en cabeza ajena y no cometan burradas como la mía. Ahí tienen ustedes no más… Chapaleaba el agua donde bañaba un hermoso perro como la nieve, que con Chabelón era el último amor de su vida. Les refería cómo, después de una mocedad muy agitada, el día en que abrió los ojos se encontró con que no había sabido conservar ni un centavo de los miles de pesos que habían pasado por sus manos. Ni con qué darle de comer a su hijo. Llamó a muchas puertas cerradas, se vino a México y supo lo que es no comer, no vestir ni tener un rincón seguro para dormir. Hasta que la Providencia (a pesar de los versos de Antonio Plaza) la hizo dar con un viejo paisano que trabajaba en la Indianilla. Chabelón apenas tenía ocho años y tuvo que trabajar como ayudante de los barrenderos.

—Pero como el niño siempre fue muy inteligente y muy listo, pronto lo admitieron como aprendiz en los talleres, luego ascendió a motorista y espero que pronto llegará el día en que sea jefe de talleres. ¡Es tan bueno!… Y bien, contra lo esperado, doña Elisa aceptó la invitación de comer en casa de doña Cunde. —Quiero cerciorarme de la clase de gente que son. Angelita se puso muy afligida. —Mi deber de madre es decirte la verdad, pero ya eres mayor de edad y a nada te obligaré contra tu voluntad. Debes saber que al aceptar esta invitación hago el mayor sacrificio de mi vida. Sin comprender la amargura dolorosa de las palabras de su madre, Angelita se echó en sus brazos, llorando de alegría. Doña Cunde, que comenzaba a sufrir extraños accesos de entusiasmo, alternados con largos lapsos de profunda depresión, las recibió con muchos agasajos: —¡Qué par de monadas te has traído, Chabelón! De hombre, yo no sabría a quién escoger. Cuidado, señora, con Chabelón. Está usted tan guapa como su hija. A doña Elisa un color se le iba y otro se le venía. Y Chabelón aplaudió vehementemente: —¿No te he dicho que mamita es rechispa, Angelita?… Desde el día de campo, Angelita era una boba perfecta. —Vamos, mosquitas muertas, parece que no quiebran un plato y todos los tienen rotos. Estallaba en carcajadas y Chabelón la festejaba, sintiéndose el mortal más feliz de la tierra. —¿Qué rechispa, verdad? —Así somos los de mi tierra. Bruscos, confianzudos, pero puro corazón, doña. Se pusieron a la mesa y doña Cunde comenzó a servir. Doña Elisa hacía esfuerzos sobrehumanos para mantenerse discreta. Angelita compartía la dicha de Chabelón.

—Mire, doña, pruebe este guiso de conejo, como sólo en mi tierra se prepara. ¡Qué lomo! Se me deshace en los dedos. Tenga, doña. Con desenfado encantador sacó de su propio platillo un trozo de carne chorreando de mole, y lo puso en el de doña Elisa, que sintió que se le apretaba un nudo en la garganta. Apenas acabaron de comer, se despidieron. Llegaron calladas a su vivienda sin animarse ninguna a trabar conversación. Después de muchos minutos de angustiosa indecisión, doña Elisa se resolvió: —¿Qué tal te pareció esa gente? Angelita bajó los ojos sin responder. —¿Quién tiene, pues, razón: tú o yo? —No me negarás que son muy amables y muy buenos, mamacita. —Ni, sobre todo, que tienen una educación muy esmerada. —Te juro que yo sabré educarlo. —Natural y figura… —En un mes, antes de formalizar nada, verás lo que hago de él. —Dios te tenga de su santa mano. —Te dejas engañar por la primera impresión. —Con lo que acabo de ver y oír no necesito más. —¿Entonces? —Tú eres quien ha de decidir. —Madre… —Pero debes saberlo todo de una vez. Y te juro que ésta es mi última palabra: o madre o marido. Piensa y resuelve.

Un final Rictus de gran trágica y no de vulgar comedíanla recitadora fue el de doña Cunde cuando Chabelón le anunció su próximo enlace con la señorita Angelita. —¡Me asesinas, Chabelón! —Pero si esto ya debías esperarlo, madre. —Eres un hijo ingrato; te desconozco, te repudio. —Madre, no eres tú sino yo el que se va a casar con ella. ¿A qué viene tanto mitote? Le faltaba al respeto por la primera vez en su vida. Doña Cunde se mesó los cabellos, se levantó en la punta de los pies y repitió que ya su hijo Chabelón había muerto. En vano éste le pidió de rodillas que perdonara su falta y juró que nunca tomaría nuevo estado sin su consentimiento. Todo era ya tarde, el mal estaba hecho. Doña Cunde, que de muchos años atrás adolecía de rarezas y distracciones, se tornó más extravagante que nunca. Chabelón, muy afligido, buscó a su novia para darle parte del suceso. Tenían que aplazar el matrimonio. Pero antes de que hablara, ella lo recibió fríamente y casi con hostilidad. Había tenido a su vez una gran escena de familia. Doña Elisa se había preguntado si sabía siquiera de qué sueldo disfrutaba su pretendiente. —¿Y crees que con esos cuatro pesos diarios pueda sostener a su madre, ponerte casa aparte y vestir sus trajes cursis? ¡Qué boba eres! Sorprendido por la acogida de Angelita, dijo: —He tenido muchos gastos con la enfermedad de mi mamita, y creo necesario suspender por

ahora nuestro matrimonio. Angelita lo despidió con frialdad ficticia. Y él se regocijó de que le hubiera ahorrado una escena penosa. Las maneras extrañas de doña Cunde, sus frases incoherentes y hasta agresivas, sus absurdos caprichos, turbaron tanto a Chabelón que tuvo que llevarla con un médico. Después de un reconocimiento minucioso, el facultativo lo llamó aparte y le dijo: —La cosa es seria, se trata de una parálisis general progresiva con delirio de persecución. —¿En cuántas semanas me la deja buena y cuánto me cuesta eso? El médico no se rió, porque estos profesionales están tan habituados a las estupideces de toda especie de clientes, que les pasan inadvertidas. Respondió con sencillez: —Le conviene internarla. —¿En qué sanatorio? —En asilo de alienados. Chabelón sintió que la cabeza se le llenaba de sangre y las mejillas le ardían. Cogió bruscamente su sombrero y dijo: —¿Cuánto le debo? Ya en el coche, después de respirar mejor, dijo a su madre: —Nos ha estafado cinco pesos. ¿Qué te parece lo que me ha dicho este estúpido médico? Que te estás volviendo loca… ¡Ja… ja… ja! Doña Cunde se puso amembrillada, abrió los ojos desmesuradamente y se dejó sacudir por un extraño temblor. Pero todo fue muy rápido. Sus carrillos se tiñeron, su rostro se desplegó y estalló la carcajada. —¡Tontos! Adivino lo que quieren. Sumirme en un manicomio y apoderarse de mi dinero. —Madre, ¿qué estás diciendo? —Pero conmigo no pueden. Lo que es conmigo se hila delgado… —Mamita, no me has oído bien: fíjate. Yo digo que no eres tú sino ese médico el que está loco. Lo

que tú tienes es pura debilidad. Vamos pasando por la farmacia de Regina para comprarte tu tónico y quedarás buena y sana. Doña Cunde pasaba de un periodo de exaltación a otro de sumo abatimiento. Durante uno de aquéllos, un día llamó a Chabelón, se echó en sus brazos, llena de regocijo, y le dijo: —Estoy muy vieja, mejor dicho, muy trabajada. Me hace falta una compañera que me atienda, que me divierta, que me cuide. Luego se puso a llorar: —Chabelón, hijo mío, cásate con Angelita, que es un ángel bajado del cielo y nos quiere mucho. ¡Será nuestra felicidad! Chabelón salió corriendo en busca de ella. Lo recibió en su casa con cierta altivez y aspereza. —Angelita, ahora sí es en serio: vengo a proponerte el matrimonio. —¿Me tienes ya arreglada mi casa? Se desconcertó. En lo que menos había pensado era en tan tonta exigencia. —¿Dudas de mi palabra de honor? —Quiero ver la casa, antes de formalizar las cosas. —Mi mamita te adora. ¡Oyeras cómo se expresa de ti! —Pero la mía es muy exigente. —No tengas prisa. La casa está conseguida. Vamos a la calle de Capuchinas a ver unos escaparates para que vayas pensando en escoger tus muebles. Angelita insistió en ver la casa y Chabelón le prometió llevarla. Pero durante una semana no volvieron a verse. Doña Cunde olvidó lo del matrimonio y él no quiso tampoco acordarse. A fines de la semana lo llamó y le dijo misteriosamente: —Ven, tengo que confiarte un secreto. Vamos adonde nadie nos vea ni nos oiga. Podría costamos la vida. Lo condujo a un rincón sombrío de la cocina y le dijo en voz baja:

—¡Me quieren asesinar! —Mamita, estás delirando. Tú no le has hecho mal a nadie; a ti todo el mundo te quiere. —¡Chst!… Por favor, no hables tan recio. Me quieren matar para apoderarse de mis tesoros. —Tú corazón es mi único tesoro. —¡Qué tonto eres, chiquito! Soy muy rica, tengo enterrado en un cántaro de barro más de un millón de pesos en puros brillantes y piedras preciosas. Chabelón soltó la risa, acordándose de que su mamita recitaba versos hablando mucho del oro, de los diamantes y de los pajaritos del cielo. —No te rías, no me dejes sola. ¡Oye lo que están diciendo de mí! Es doña Lola que me pone de la basura… —se puso de rodillas y, abrazándole las piernas, exclamó llorando—: ¡Cásate con Angelita para que me cuide y me defienda! ¡Oye no más qué bocas! Así me están insultando todo el día y la noche. Chabelón trajo otro médico, pero doña Cunde se negó hasta a recibirlo. —¡Asesinos! No quiero ir al manicomio. ¡Ladrones! Vienen a robarme mi dinero. Entonces Chabelón con mucha maña llevó a Angelita a ver un departamento acabado de decorar, por la colonia de los Doctores, y le hizo una escena de amor con la que logró contentarla. Convinieron en que los padrinos serían el señor Campillo con una de las Amézquitas de las calles de Mina. El maquinista aceptó la invitación de buen grado, pero puso en duda que la madrina quisiera acompañarlo. Sabía que las Amézquitas ya no vivían en su antigua casa. Él las había encontrado una vez en un lujoso automóvil y muy elegantes por la avenida Madero. —Sin embargo, es posible que si Rosita está de buenas y sabe que soy el padrino, acepte. El maquinista sonrió levemente, y Chabelón, reanimado, fue a buscarlas. La portera de la casa de Mina dio la dirección de las muchachas y más informes de los que le pedía. Cuca, protegida por un senador, se había llevado a su madre y a su

hermana a una lujosa residencia en la colonia del Hipódromo. Ninguna trabajaba; se habían vuelto pretenciosísimas y ahora ya no relacionaban sino con militares y políticos muy ricos. Concurrían a los cabarets más caros, a los restaurantes de moda y a los balnearios de lujo. Andaban tan elegantes que nadie se habría imaginado que cinco años antes lavaran y plancharan para tener qué comer. Con tales informes Chabelón se presentó muy cohibido en la casa. En vez de su nombre, dio el del maquinista Campillo. Lo pasaron al corredor y allí tuvo que esperar casi una hora. Por fin salió doña Concha. —¿Qué se le ofrece a usted? —le dijo, sin reconocerlo. Chabelón la desconoció: era un esqueleto forrado de pellejo acerado y seco. Con una diabetes grave pagaba la vieja sus cinco años de hartazgos. —Vengo en nombre del señor Campillo, maquinista de las Líneas Nacionales, a traerles una invitación. Asomaron muy estiradas Cuca y Rosita, y lo invitaron a pasar. Cuca torció la boca, muy sorprendida, cuando Rosita dijo que con mucho gusto sería la madrina siempre que el señor Campillo fuera el padrino. —No se atenga mucho a ella —observó la mayor—. Rosita es peor que una veleta. Pero Rosita le dio palabra de honor de que sí asistiría a la ceremonia.

Chabelón tuvo que empeñar todos sus trajes, endrogarse con tres meses de sueldo en la Indianilla y muchos préstamos de sus amigos, para hacer un matrimonio ratonero. Su viaje de bodas a Cuernavaca duró una noche, porque inventó que le habían robado la cartera. Al regreso, en vez de tomar rumbo a la Indianilla, siguieron hacia la calzada de Nonoalco a su antiguo alojamiento. —Vamos a ver a mi mamita.

Doña Cunde los recibió con efusivos abrazos y besos. —¿Y nuestra casa? —preguntó Angelita a Chabelón en voz baja. —No más me repongo de la pérdida de mi cartera para pagar el mes adelantado de renta que exigen. Y agregó muchas tonterías, inquietándola. Pasaron una y dos semanas y Chabelón no decía una sola palabra del cambio de domicilio. Angelita quiso recordárselo, y a las primeras palabras le puso un dedo en los labios: —¡Chst!… que mi mamita no te oiga porque se muere de apuración. Después de su matrimonio Angelita vio que en la casa del maquinista Campillo se había instalado, quién sabe cómo, la señorita Rosita Amézquita. Y tan fresca que una noche se presentó a visitar a sus ahijados. Angelita, abandonada de Dios y de los hombres (su madre se había curado en salud, cumpliéndole su palabra y marchándose a Monterrey con unas parientas, el mismo día de la ceremonia religiosa), fue a pagarle la visita a su madrina y le contó su cuita. —¡Qué ingenua eres, hija! ¿Cómo pudiste suponer que un motorista habría de mantener a su madre y ponerte casa aparte? A menos que robe, le exiges un imposible. Pero no debes apurarte: eres muy agraciada y tienes que buscar cómo salir de este mal paso y de tanta miseria. Chabelón se encontró a Angelita llorando. —Me has engañado: tú no puedes ponerme casa aunque quieras. —Ten un poco de paciencia. Todo lo tengo arreglado. Pero comprende que tenemos que ir acostumbrando a mi madre poco a poco a una separación que podría costarle la vida. Doña Cunde interrumpió su cuchicheo desde su cama, en la habitación contigua: —Chabelón, no le des más dinero que el que me dabas a mí de diario. La acostumbras mal, la

enseñas a despilfarrar: donde comen dos comen tres. Y desde ese momento doña Cunde cambió bruscamente con ella. Procuraba no hablarle y ni mirarla siquiera. Había días en que no se levantaba de su cama y hacía que Chabelón mismo le diera sus alimentos. La situación de Angelita se hacía imposible. —Quiero ir a buscar a mi madre. No puedo soportar más esta vida. —Bien sabes lo delicada que está. Yo no tengo la culpa. —Por ti abandoné a la mía. Y Dios me castiga justamente. —¿Quieres, pues, que la eche a la calle? —Me engañaste: eres un infame. Doña Cunde cortó la disputa desde la recámara inmediata. —Hijo, estoy muy débil, mándame un poquito de jerez. —En seguida voy a traerlo a la esquina. —No me dejes sola, Chabelón, por favor. Angelita, sin hablar, tomó un vaso y salió a la calle. Luego que se quedaron solos los dos, dijo doña Cunde: —Tengo que avisarte algo, pero no delante de esa mujer… —se incorporó, levantando sus brazos descarnados, los cabellos desmadejados sobre la frente y las mejillas—: hijo, búscame un rincón en el hospital, adonde pueda morirme tranquila, siquiera… Esa mujer me quiere envenenar… Sí, tu mujer… —Mamita, fíjate en lo que dices. Sería capaz de estrangularla. Doña Cunde envolvió su cara en la sábana, y cuando Angelita vino con el jerez, se negó a tomarlo. Luego que comenzó a roncar, en voz apagada se reanudó la disputa. Pero todo era simulación de la vieja: —De la calle vendrá quien de tu casa te echará —gritó con voz estridente.

Chabelón clavó en Angelita una mirada amenazadora, giró sobre sus talones y salió a su trabajo. Angelita permaneció muchos minutos absorta, sin moverse de su sitio. De pronto tomó una determinación, se levantó, arrastró un veliz y lo llenó de su ropa. De puntillas se escurrió a la calle. Cuando, a la madrugada. Chabelón regresó de su trabajo, se sorprendió al no encontrarla: —¿Angelita? —Se ha de haber largado a sus correrías. Lo que has de hacer es recibirla a patadas para que no se vuelva a parar en la casa. No hubo necesidad, porque no volvió al otro día ni ninguno. —¡Alabados sean los dulces nombres de Jesús, María y José! Me has devuelto la felicidad, hijo. Esa mujer me estaba dando yerba, y por eso no me quedan más que los huesos. Vamos rezándole a la Virgen por el milagro que nos ha hecho. Para festejar el magno acontecimiento, Chabelón le prometió traerle chocolate y pasteles de La Flor de México. Y se despidieron con muchos arrumacos. Pero como doña Cunde era tan impaciente, dejó a Chabelón con los gastos hechos. Cuando él volvió por la tarde con una bolsa de papel llena de pasteles y chocolate, al abrir la puerta se topó con un estorbo. —¿Quién? Doña Cunde con la lengua afuera, pendiente del aldabón de la puerta. Se había ahorcado con su propio rebozo.

Pasaron muchos meses, y una noche Chabelón se encontró con el maquinista Campillo en una cervecería elegante. Vistiendo mejor que antes, el motorista contó su vida nueva con petulancia. No trabajaba ya en la Compañía de Luz y Fuerza, porque tenía taller mecánico propio. Acabó por

confesar con cinismo que vivía con las Escamillas en su residencia de la colonia Anáhuac y que Evangelina lo mantenía. —¿Y Angelita? Se escamó. —No sé de ella. —Yo le voy a dar noticias. Hace muchos meses me la encontré vuelta loca en la estación de Buenavista. Llevaba los ojos enrojecidos e hinchados de llorar. Yo mismo le llevé su valija, la subí en el tren de Nuevo Laredo y le compré su boleto a Monterrey. Me contó cosas muy tristes… de dar vergüenza. Chabelón, removiendo sus pies como potro persogado, dijo: —Que se cuide de mí… —¿Tanto así?… —Ella envenenó a mi madre… Reproducía con fidelidad perfecta la voz y el gesto de doña Cunde cuando recitaba versos trágicos. —He jurado matarla el día que se me ponga enfrente. El maquinista se rió regocijadamente. —Usted no mata ni una pulga, Chabelón… Cuando más, hará versos…

Cómo se instaló Rosita El auto dio un tronido y se paró. —Ya nos clavamos —dijo entre dientes el maquinista Campillo, luego que levantó la tapa—. Está roto el abanico. Felizmente, sólo faltaba un kilómetro para llegar a un pueblecillo y, siguiendo la pendiente natural de la carretera, pudieron avanzar con el motor apagado. Campillo preguntó a unos campesinos mugrosos que estaban despatarrados en los bancos de la plaza, bajo arbolillos roñosos, si había algún taller mecánico donde pudieran reparar su coche. Lo miraron idiotamente, sin responderle. Un pelmazo arisco, que hablaba de pie con ellos, se adelantó lentamente y dijo: —Tiene que llevarlo hasta Morelia. Aquí no hay nada de eso; pero yo le alquilo un auto que le arrastre el suyo. Era un tipo repelente: llevaba un pantalón de lona tan flojo de la cintura que dejaba escapar las faldas de la camisa, sin chaleco y con camisa abierta hasta el ombligo; como tapojo de mula los cabellos le caían sobre la frente. Tenía el ojo torvo y le colgaba la jeta. —¿Quién? —preguntó Campillo al mocito que le ofrecía llevarlo a un hotelito. Era diputado local, líder agrarista, jefe de la policía y la primera y única autoridad del poblacho. —Ya lo sabes: tenemos que mandar el auto a Morelia y buscar dónde alojarnos por dos o tres días cuando menos. Rosita, muy nerviosa, protestó: —Manda el auto y nosotros tomamos asientos en el autobús de pasajeros que no demora en

pasar, y al regreso de Guadalajara lo recogemos. Campillo no respondió. Rosita mandaba: había comenzado por escogerle corbatas, calcetines, sombreros y trajes; ahora era ella también la que había planeado su «viaje de bodas» en sus más insignificantes detalles. A una sola condición se opuso inflexible el maquinista: a viajar en ferrocarril. Dijo que los trenes lo tenían harto, y Rosita no insistió porque adivinó que el recuerdo de Julia seguía vivo en su corazón. Con Julia se había reconciliado a última hora. Aprovechando la conversación con su fogonero en Acámbaro, procuró permanecer en su casa todo el tiempo que su trabajo le dejaba libre; pero sin intención alguna de convencerla de su error. Ejecutaba menudos trabajos manuales para pasar el tiempo y trataba de no hablar con ella sino de lo estrictamente indispensable. Cuando Julia intentó renovar la herida, se mantuvo mudo e impasible. El estado de su esposa empeoraba de día en día. Sus piernas hinchadas no le permitían bajar de la cama, necesitaba reclinar su pecho y su cabeza, sentada, sobre un cerro de almohadas para respirar mejor y dormir breves instantes. Sus amistades los fueron abandonando, y sólo «el viejito de arriba» se detenía, a su paso, a informarse de su salud. Si se le invitaba a entrar, permanecía unos segundos y siempre tenía una buena frase. Para Julia, no para Campillo. —La muerte es nuestra gran libertadora, nos purifica y nos redime: deberíamos esperarla con alegría. El maquinista, irritado, quiso despedirlo; pero a las primeras palabras Julia lo interrumpió: —No te enojes, me hace mucho bien lo que me dice. Campillo se sorprendió; hacía ya tanto tiempo que no escuchaba aquella voz dulce y llena de ternura… Se disculpó con el viejecito y le ofreció tenerle siempre abiertas las puertas de su casa. Y vino la reconciliación una noche. Una noche muy agitada. La enfermera llamó de urgencia al

médico, y el médico prescribió inhalaciones de oxígeno. Julia se reanimó y pidió que la dejaran sola con su esposo. —Siéntate aquí en mi cama. Aunque su voz era débil y quebradiza, revelaba serenidad. Sólo en sus ojos brillaba una luz muy rara. —He sido injusta contigo. Dios me ha permitido comprenderlo ahora con claridad. ¡Perdóname! —lloraron en silencio. Al otro día Campillo sabía, con esa seguridad que no nos da ninguno de nuestros cinco sentidos, que su vida había quedado truncada para siempre. Lo asediaron las mujeres de la vecindad con oficiosidad impertinente. Una, la más pobre, la más humilde, despidiéndose sin dar la mano, como se despiden los indigentes de los dichosos del mundo, le dijo: —Dios le dé resignación. Él sonrió con amargura. ¡Dios le dé resignación! ¿Dios? ¿En dónde se mete Dios cuando uno lo necesita? Pero siquiera Desideria le había deseado resignación: las demás le ofrecían consuelo, y eso no vale para el que está en la plenitud de su vida y gana más de mil pesos mensuales. A su regreso del panteón sintió deseos locos de correr a su máquina y renunciar a la licencia por su luto. La sala estaba llena de madres con sus hijas. Y en el apretado negrear de faldas, blusas, peinados, apuntaban chispas que, con poco que reparara en ellas, se convertían en antorchas. Con todo, hubo una distinta de las otras. Rosita Amézquita no necesitaba nada: tenía amor y dinero. Ni lo miraba siquiera, entretenida en el cuidado de la casa. —Siquiera que no esté renovando a cada instante el recuerdo de su finada esposa en cada objeto que toca o que ve. Dejó la bugambilia como manto nuevo de altar de la Pasión; la vajilla y los encerados, como espejos. Hizo milagros en la sala y la recámara,

cambiando adornos y decorado. —Es el ángel de su guarda, Campillo. —Sí, el ángel de mi guarda, de falda corta y medias de seda. Aburrida, Rosita se marchó el día menos pensado y no volvió a visitarlo hasta el encuentro ocasional con motivo del matrimonio de Chabelón y Angelita. Tuvieron una conversación muy animada y, sin tomarle parecer a nadie, se instaló en el departamento uno desde ese mismo instante. Llevaban algunas semanas de vida en común, y ella dijo: —Necesitamos legalizar nuestra unión y hacer el viaje de bodas. —¿Adónde quieres ir? —A Guadalajara, mi tierra adorada. —Hoy mismo solicito mis vacaciones; pero te compraré un zorro plateado en vez de matrimonio: el civil es una farsa y una monserga el religioso. —Encantada de la vida —respondió Rosita, casi sin escucharlo, lavándose la cabeza—. Se me está cayendo mucho pelo. Mira cómo lo dejo en el lavabo. —Lo he notado, lo mismo que esas manchas oscuras que tienes en la espalda y en los brazos. —¿Me las has visto? —lo interrogó con voz casi alarmada. —Necesitas consultar con un dermatólogo. Pero en el mismo instante ya Rosita pensaba en otra cosa: —Comemos en Zitácuaro, dormimos en Morelia y al otro día muy temprano estamos en Guadalajara. Y comenzó a saltar y a dar palmadas de alegría. Antes, pues, de llegar a Morelia ocurrió el incidente, y los dos estaban terriblemente contrariados porque el mesero del restaurante adonde habían ido a comer les informó que era raro que vinieran asientos desocupados en el autobús a Guadalajara. Estaban acabando de comer cuando oyeron el

estrépito del coche de pasajeros, y como Rosita viera bajar a dos de ellos, dejando su platillo a medias, salió corriendo: —Sígueme, Campillo, que ya tenemos asiento. Apenas tuvo tiempo el maquinista de arreglar la remisión de su auto a Morelia. —Si vieras que tengo mucho frío y ardor en la garganta —dijo, ya instalados, en momentos en que iba a partir el vehículo. —Te resfriaste con la madrugada. —No es por eso: estoy acostumbrado al frío y al viento. —En Morelia tomas un cafión con té caliente y una copa de coñac, y listo. El resto del viaje no fue de lo más agradable. Desde luego, la molestia de un pasajero locuaz y chistoso: es muy raro en estos paseos no encontrarse con un imbécil que se empeña en demostrarlo. Campillo, acostumbrado a no oír más voz que la de su fogonero, sentíase exasperado. —¡Atención! ¡Los cerros de Guadalupe y de Loreto! ¡Viva el cinco de Mayo! ¡Viva el general Zaragoza!… ¡Ja… ja… ja! —Dios los cría y ellos solitos se juntan — comentó en voz alta un pasajero de mal humor. El simio seguía riendo a carcajadas de su chiste, señalando con su mano huesuda unas lomas peladas. Lo festejaba a grandes risotadas su compañera de asiento, especie de foca vestida. —Antes podía viajarse por placer —dijo una dama encanecida y de porte elegante—. Tomaba uno su boleto de primera y sabía que los coches del ferrocarril brillaban de limpios, que lo atendería un personal comedido, entre pasajeros decentes. —La educación y la decencia son virtudes burguesas que los hombres nuevos detestan —dijo un anciano—. Nuestro gobierno de proletarios quiere que nos igualemos todos en la mugre y en los piojos. —La mugre y los piojos —habló otro— son artículos de primera necesidad en la economía nacional. ¿Cómo podríamos justificar los millones

de pesos que se gastan en la redención de nuestras sufridas masas? —¿Cómo te sientes? —Tengo fiebre; pero no importa, falta poco para llegar a Morelia. Sentía que se le abría la cabeza: el ruido del motor y del maderamen del coche, que en la planicie simulaba el rumor de ferrocarriles en marcha, ahora, al entrar en plena sierra, chirriaba como millares de millares de chicharras. Aburrido el chistoso de hablar solo, reclinó su cabeza calva, sucia y arrugada, sobre las lonjas de sebo de su compañera, que comenzó a cantar a todo lo que su garganta le permitía una canción de Agustín Lara. Pinos en sombra abajo, el apretado pinar en lo alto y por en medio la cinta gris de la carretera con sus dentellones de blancas señales, culebreando al flanco de la montaña rebanada como de un solo tajo. Respirando el aire puro e impregnado de resinas aromáticas, Campillo se despejó un momento. Rosita se bebía el paisaje: —Me siento ya en mis terrones. En tramos la humedad rezumaba en la negra tierra como el agua en tinaja nueva, y en partes aparecía ya la maleza invasora. A lo largo de la plateada línea del camino se deslizaban como orugas los coches. Los ojos cedían a la fascinación del paisaje. Superposición de montañas, millares de crestas sin horizontes. Una voz ronca e idiota rompió brutalmente el encanto: —Cinco minutos para admirar el paisaje —dijo el chofer prieto y peludo, dando frenos bruscamente. Una baranda de cemento al filo de la carretera dominaba el despeñadero. Algunos turistas con sus cámaras pendientes por una correa del cuello bajaron a tomar vistas. Otros no se movieron de sus asientos. —Esto es puro cine —comentó sonriendo un charro que traía su sombrero galoneado entre las

rodillas para no estorbar a los pasajeros—. Conozco Mil Cumbres como mis manos. Todo lo he recorrido a caballo y a pie, y sólo así es como se aprecia lo bonito del paisaje —se expresaba como ranchero de clase superior—. Para comprenderlo y gozarlo hay que verlo, oírlo, olerlo, sentirlo y sufrirlo. Sobre todo sufrirlo. El paisaje es como las mujeres: o todo o nada. Y fijó sus ojos grandes, negros y penetrantes, en Rosita, que lo escuchaba con simpatía. —Lo demás es puro cine, ¡palabra! Luego resultó que eran paisanos, y siguieron hablando, hasta llegar a Morelia, de los encantos de su tierra. Campillo no supo cómo ni cuándo llegó al hotel. No supo cuándo salió Rosita ni cuándo volvió con una cafiaspirina y una taza de té caliente con aguardiente. Despertó a la madrugada empapado de sudor y por la mañana se sintió sano. Prosiguieron su viaje a Guadalajara con la ventaja de haber dejado al mugroso chistoso y a su compañera la foca en Morelia; pero el chofer abrió su aparato de radio desde que apareció el lago de Chapala y les dio canciones de todos los Agustines Laras del mundo hasta que entraron en Guadalajara entre jacarandas frondosos, por la avenida Vallarta. El charro los dejó instalados en el hotel Francés, prometiéndoles volver por ellos al otro día, para llevarlos a Chapala.

Desazón La primera providencia que el maquinista tomó al otro día fue cambiar de hotel y ocupar, por Aranzazú, un cuarto en una buena casa de huéspedes. Rosita comprendió en el acto la intención; pero, lejos de incomodarse, sintió cierta satisfacción femenina: al fin lograba no sólo interesarlo, sino ponerlo celoso. Campillo vino del baño con una novedad. Tenía todo el cuerpo cubierto de una fina erupción como de picaduras de pulga. —Es por tanto que sudaste anteanoche. Te estás haciendo neurasténico: de un ratón haces un elefante. Rosita se turbó; pero cuando salieron a la calle, él se olvidó de sus males y ella se embriagó de cielo y de sol. Pasando frente a la catedral, Rosita se empeñó en que entraran a conocerla. —¡Fíjate! Nunca has visto una como la mía. Con ese mío que les llena la boca a los tapatíos. —Conoces la de México, la de Puebla, la de Morelia, y todas son tristes, llenas de sombra… Ésta es pura claridad y alegría. Así es toda mi tierra. Y sus ojos en lo alto seguían las altas columnas de capiteles dorados, las amplias curvas de los arcos y la infinidad de nervaduras de las bóvedas, iluminado todo por la luz que entraba por los ventanales haciendo del templo una ascua de plata. Nacido como Emmita en las brumas de Nonoalco, Campillo era sordo y ciego a tierras de sol y canto. No diría como ella «Fuera de México, todo es Cuautitlán», pero sin decirlo lo sentía. De pronto en las naves del templo resonaron

las graves y suntuosas voces del gran órgano de coro en una marcha triunfal: nubes de incienso se levantaron entoldando el fondo de la iglesia, a tiempo que millares de luces, en candiles y candelabros, convertían en ascua de oro rutilante el sagrado recinto. —¡Domingo de Resurrección! Rosita cayó de hinojos y besó el suelo cuando pasó la procesión. Abríala el hosco perrero con el fuete en la mano, cerca del solemne pertiguero: luego la cruz alta entre los ciriales, el cuerpo de coro, acólitos, cantores, monaguillos; después los capitulares y el arzobispo con su larga cauda escarlata. Campillo puso una mano sobre el hombro de su mujer, todavía de rodillas: —Por eso, pues, ¿nos venimos a pasar el día en la iglesia? Rosita se levantó con los ojos nublados y lo miró sonriendo con sus dientes de marfil. Sonrisas de piedad que en las mujeres suelen ser de desprecio. —¡Perdóname, soy una loca! Hace cinco años que no me paro en una iglesia y ahora me siento casi santa. Vámonos. Salieron a buscar un coche que los llevara a San Pedro Tlaquepaque. Y como en vez de auto lo primero que pasó fue una calandria, Rosita, desbordante de alegría, la tomó. —¿Me vas a subir en esa carcacha? No le respondió. Estaba arriba dichosa, reviviendo sus años de escolar y soñando con sus ojos muy abiertos. —Aguamiel de pulque. Un campesino, con un borrico cargado. Llevaba un guaje de largo cuello, lleno de tlachique. Como la calandria: Guadalajara la vieja que no quiere irse. En las calandrias sólo suben los fuereños que defienden la dejada de a peso por el cochecito de a tostón. Caballo, coche y cochero, por lo viejo, desusado y grotesco, hacen una. Pero Rosita, como

Guadalajara, se aferra a ella. Al tardo tranco del caballuco, van quietos y sin hablar, hasta bajar en la plaza de San Pedro. Campillo obedece pasivamente, como el juego de un niño caprichoso. Tomaron nieve en el portal. Un mariachi entonaba auténticas canciones tapatías. Campillo se sorprendió: —¡Qué extraño! Son las mismas que a todas horas oímos por radio y en las orquestolas; pero aquí se oyen de otra manera. Rosita fijó sus ojos en él con asombro. —¡Bah, hombre, hasta que al fin pudiste comprender algo! —¿Qué me quieres decir? —Que entre estos cancioneros y tu radio y tus orquestolas hay la misma diferencia que entre los pájaros que oímos cantar en Mil Cumbres y los que a diario oyes en las jaulas de la casa de Lolita — prorrumpió en una risa detonante. —No te entiendo, Rosita. —Ni me entenderás jamás. Naciste en Nonoalco y yo en Guadalajara. Ahora sí entendió el fracaso completo de su luna de miel. Ella, con el pensamiento en el aire; él, cerrado a remache a cuanto ella admiraba. Rosita sintió urgencia de una alma afín a la suya, con quien comunicarse, con quien compartir su alegría de vivir. Y tuvo una adivinación. «Lo encontré en el jacalón de Valentina.» En las alfarerías de Tlaquepaque el maquinista compró baratijas de barro de pésimo gusto. Rosita sólo un botellón y un jarro olorosos, para enfriar el agua. —Esta noche te llevo a cenar el pollo de Valentina. Ir a Guadalajara y no visitar las alfarerías de San Pedro, que Panduro hizo famosas con sus maravillosos artefactos de barro, ni cenar el pollo de Valentina, es tanto como visitar Pátzcuaro y no saborear el rico pescado que guisa la Güera, o a Quiroga y no volver con una de sus lacas

magníficas. Valentina recibe en un jacalón abierto por tres costados y cerrado en uno por largas mesas con anafres de barro y carbones encendidos, comales de hierro, humeantes y olorosos a frituras exquisitas. Muchas pequeñas mesas de pino cubiertas con manteles de hule y toscas sillas de palo se aprietan en el interior. Campillo y Rosita llegaron de los primeros, cuando aún estaban encendiendo la lumbre y no llegaba todavía Valentina. Después entraron más clientes y una vieja prieta, chaparra y gorda, arrastrando sus chanclos en el empedrado, se acercó: —Comadre, dos platillos de pollo, dos de enchiladas, dos vasos de cerveza y dos tepaches. Y en otra mesa: —Aquí, comadre, dos de sopes y uno de tostadas con chorizo, una cerveza y dos tepaches. Siguió entrando gente y ya estaba animado el local, cuando Valentina llegó y descendió de su coche. Con la solemnidad con que el obispo reviste sus ornamentos, Valentina se puso su bata blanca y su gorra. Y comienza desde luego a guisar. Porque si el pollo no es preparado por las propias manos de Valentina, ni a pollo llega. —Compadre, aquí un plato de sopes, dos quesadillas de sesos y uno de pata en vinagre, con una cerveza y tres tepaches. «Mi comadre» transmite las órdenes a Valentina con fidelidad pasmosa. A medio platillo de pollo, el maquinista se rinde. De ese par de mujeres chaparras, prietas y feas emana un torrente de simpatía. Sus maneras sencillas y cordiales igual atraen al rico que al pobre. (Ya se ha formado una fila de automóviles en espera de sus dueños, que bajaron a cenar.) Revueltos yantan y se regocijan obreros humildes con familias distinguidas. Hay algo, pues, aquí que falta en la capital. —Así somos las tapatías —afirma Rosita muy ufana. El fracaso de la lucha de clases.

Ahora está lleno totalmente el jacalón y una multitud espera pacientemente que haya lugares vacíos. Muchos llaman a «mi comadre», pero nadie urge y se sabe esperar el turno. El tapatío no sufre el complejo de inferioridad común en nativos de otras regiones, adonde el turista va atraído exclusivamente por las bellezas de la tierra. Porque el tapatío integra sus terrones y se le procura al igual que a ellos. Por eso es acogedor, cordial, y generoso con sus visitantes. Los ojos de Rosita resplandecieron como dos soles cuando llegó el que ella esperaba. Apareció en el tejabán de pantalón y chamarra de gamuza negra con alamares y chapetones de plata, sombrero galoneado y corbata guinda en mariposa. Se reconocieron, y Rosita sin más, lo saludó haciéndole señal de que se acercara. —Venga a cenar con nosotros. Campillo no dio ni pidió explicaciones, pero se mantuvo correcto. Detonaron las notas de una orquestola. —¿Hasta aquí? —No, por fortuna. Es en una cervecería a dos cuadras. Estas malditas máquinas de hacer dinero han invadido al país, acabando con lo típico regional. —Nosotros mandamos a la capital nuestra canción vernácula en todo su encanto y en toda su pureza primitiva, y la capital nos la devuelve en oleadas de cursilería ramplona. Rosita batió palmas. ¡Vaya un hombre con quien uno puede entenderse! Acabaron de cenar y el charro se precipitó a pagar la cuenta. Y doble propina para «mi comadre». Por su buen servicio y por su memoria fabulosa. Lleva cinco o seis órdenes y a la vez viene con cinco o seis cuentas y no se equivoca en un solo centavo. ¡Que viva «mi comadre»! Sonriendo con pachorra, la vieja prieta, chaparra y fea se embolsa los centavos y se aleja arrastrando sus chanclos por el empedrado. El charro se despidió sin pedir la nueva

dirección de sus compañeros, pero dando la suya con claridad e insistencia, como para que se les grabara en la memoria. Regresaron a pie para desentumecer las piernas. Al pasar por un gran zaguán abierto, Rosita se detuvo a embriagarse con el perfume de los naranjos en flor. Caminaban lentamente y sin hablar. ¿Para qué? Mediaba ya un abismo entre ellos, y lo sabían. Se oyó un grito atiplado y lejano que se fue acercando. Rosita, que sentía su niñez ida en el mismo aire de su tierra, se puso a sollozar. Y el grito se oyó más cerca: —Chinchayote caliente… Esa vieja Guadalajara rebelde a la muerte. «¡Mi Guadalajara!» Campillo se exasperó: —Esta misma noche saco los boletos de regreso a México. —Cuanto antes mejor —le respondió ella desconcertante. Y dijo que en vez de la alegría que había soñado tanto sólo penas y dolor se había encontrado. —Pero no te acompaño a la agencia. Déjame en el hotel a descansar: estoy agotada. La calle San Francisco tiene un tráfico y vida tan intensos como cualquier calle metropolitana. En el barullo de coches y gentes Campillo tuvo de pronto la sensación de su absoluta soledad. Vanos los esfuerzos de Rosita para llenar aquel vacío horrible de su corazón. Incomprensión o insensibilidad. Él apenas podía tolerarla. Y una oleada de remordimiento y de indignación consigo mismo lo hizo retroceder inmediatamente a la casa de huéspedes a contentar a Rosita, a confesarle su conducta innoble. Regresó sin boletos, desistiendo de imponerle un nuevo sacrificio. Desgraciadamente, volvió tarde. El administrador de la casa le dio la llave de su cuarto. —¿Ha salido la señora? —Pidió a un criado que le bajara un veliz y

tomó un coche. —¡Ah, sí, sí!… Con una sonrisa pretendió cubrir el ridículo del instante. Al otro día, en la quietud de la madrugada, salió de Guadalajara. El ómnibus de pasajeros rodaba en la soledad y el silencio. Los focos de arco iluminaban las calles principales. Luego entraron en barrios en sombra; después a campo raso. Cuando el sol apuntó costeaban ya un extremo del inmenso lago de Chapala. En sus puras aguas se miraban los follajes ribereños, en juego maravilloso de luces, colores y matices. Absorto, el maquinista no veía nada y no pensaba nada siquiera. Un sopor extraño lo aletargaba. Cordilleras de cerros ceñidos por la banda nevada de seda recamada de perlas y brillantes del lago. En la profundidad de sus ondas se encienden géiseres magníficos que no sabe uno si emiten o reciben las llamaradas de oro del cielo. A buena hora recogió su coche en Morelia, pero se sentía tan cansado que optó por pasar allí la noche. Al otro día salió para México. Le quedaban cinco días de vacaciones y quiso aprovecharlos. Desde luego fue a consultar a un especialista. Le explicó que se sentía muy raro, sin deseos de volver a su trabajo, con una sensación de fatiga y adolorimiento general que lo deprimía moralmente. —Yo siempre he sido sano y muy activo en mi trabajo. El médico lo desnudó y le hizo un largo examen. —Si usted lo cree necesario puedo pedir una prórroga de mi licencia para curarme en forma. —No es preciso. Se cura sin necesidad de interrumpir ni un día sus ocupaciones habituales. —¿No vale, pues, la pena? ¡Me alegro! El médico sonrió levemente: —Es un caso típico de lúes en su segundo periodo. Sólo se debe hacer practicar las pruebas preliminares para comenzarle a inyectar su neo.

Campillo se demudó: —¿Cuánto tiempo? —Cuatro años para comenzar. —¿Para comenzar? El médico cultivaba el género cómico. —A menos que prefiera un reumatismo, una hemorragia cerebral, una aortitis con posibilidad de muerte repentina, o algo más dilatado… el manicomio. Campillo reparó en la cervecería que ni de su sombrero se había acordado. Había salido del consultorio en seguida de pagar. Por la primera vez de su vida (eslabón de una cadena fatal) bebió hasta perder el conocimiento. Sin escándalo, sin molestar a nadie. Su ebriedad fue siempre tranquila y triste. Al otro día, previa una ducha fría, se encaminó a las oficinas de Buenavista a renunciar al resto de sus vacaciones, y esa misma noche salía con su máquina, abatido, caduco, arruinado.

Miguelito el Chumino Recibiendo su fajo de billetes de cuando en cuando, sin más trabajo que tender su mano, Miguelito era dichoso. A diario concurría a la gasolinera, sólo por darse pisto. Allí se pasaba las horas mirando entrar y salir coches. Era un local en la esquina, abierto de cada lado. En sendos postes de hierro se leía en letras rojas: Precaución. Y él llegaba siempre precavidamente, defendiendo de impuros contactos sus trajes de casimir fino, sus choclos de a treinta pesos y sus camisas de seda. Pequeños chamagosos empapados de agua daban servicio; unos lavando autos en las tinas, otros tapando llantas ponchadas; éstos insuflando aire o dando agua y aceite, mientras el timbre marcaba acompasadamente uno, dos, tres… diez litros de gasolina.

Se prohíbe fumar, Se prohíbe encender cerillos. Letreros por todas las paredes y postes que todo lo prohíben, salvo interrumpir el tránsito con los autos atravesados sobre la banqueta, con el mundillo de astrosos y malolientes choferes y chafiretes que retozan estorbando a los transeúntes. Tampoco está prohibido bañar con el pico de la manguera al descuidado que va pasando o ensuciarle la ropa con el extremo de la alcuza. Pero eso duró muy poco, sólo mientras se hizo el traspaso del garage de Peralvillo, un verdadero negocio en grande, como lo aseguraba el socio Cuauhtémoc. Garage, taller de reparaciones, expendio de artículos de toda clase para choferes. Miguelito lo visitaba también a diario, acompañado a las veces por su novia Evangelina, muy elegante y remilgada. El socio Cuauhtémoc con gravedad de millonario

registraba libros, facturas y muchos papeles, respondiendo apenas al saludo de la enamorada pareja. —Te vas a ensuciar la ropa, Miguelilo; deja eso para mi hermano Cuauhtémoc, que está acostumbrado a este trabajo. Pero Miguelito, sin querer oírla, se ponía un viejo overol para defenderse, mientras ella lo esperaba cerca del mostrador, donde su hermano hacía apuntes. —¿Qué sucedió, Evangelina? —Todo está listo. —Bien: por ningún motivo permitas que las escrituras se firmen a su nombre. O en el tuyo mismo o, en último caso, en el de la sociedad. ¿Me entiendes? Miguelito no escuchaba, entretenido en examinar los productos de la PetroMex exhibidos en un aparador. Evangelina, con aires de gran señora, tomó asiento cerca de su hermano y Miguelito regresó a examinar los libros con gravedad muy cómica. En la escuela no había pasado de las tablas de multiplicar; pero quería hacer creer que se enteraba de todo. —Necesitamos ir a ver esos muebles modernos que te he recomendado, Miguelito. Te van a encantar. Ahora se alejaba, caminando por el cemento sucio y pegajoso, registrando las casetas de los coches a uno y otro lado del inmenso jacalón con techos de lámina y armazón de hierro pintada de rojo. Se apartó de las tinas del fondo, donde lavaban autos, esparciendo agua a chorros, en torno. Traspuso la puerta y entró en el taller de reparaciones, un corral con muchos vehículos viejos y algunas fraguas que aturdían con sus martillos, bajo un tejado de cinc. Por lo demás, si él quería darse importancia de propietario, sólo él sabía que lo era. Evangelina le envió un operario, urgiéndole su regreso al centro. Subieron en un Chevrolet

nuevecito y Evangelina le dijo: —Fíjate mucho en esto: si se hacen las escrituras de la casa a tu nombre, quedas en peligro de perderlas. Ávila Camacho va a ganar y, como eres rico, los comunistas se apoderarán de tus bienes. Pero si la pones a mi nombre, por ejemplo, todo está seguro porque nosotros somos proletarios, estamos sindicalizados, pertenecemos a la CTM, que defenderá nuestras propiedades, que en realidad son las tuyas. Encantado de la previsión de su futura esposa, Miguelito respondió que se haría según lo dispusiera. Fueron, pues, a la notaría y todo quedó arreglado satisfactoriamente. Como tonto auténtico, Miguelito era muy desconfiado. Si a todo el mundo le contó que sus doscientos mil pesos los había depositado en el Banco Nacional, en realidad los llevaba en billetes de a cien dólares en su vieja cartera de piel, metida en las entretelas de un chaleco que no se quitaba ni para dormir. Una pequeña cantidad había puesto en el banco, para justificar con cheques el engaño. Si hubo testimonio humano de las ventajas que el gobierno cardenista trajo a los proletarios, ninguno tan convincente como el del ex chofer Miguelito. A cada nuevo decreto relativo a la economía nacional, bajaba el valor de la plata con una alza tan considerable de los valores de Miguelito, que sólo en gracia a tan frecuentes y providenciales medidas, resistía las tremendas acometidas de Evangelina y de Cuauhtémoc. La compra de una residencia en la colonia Anáhuac, después del traspaso del garage de Peralvillo, lo habría hecho zozobrar si la reconquista de nuestro petróleo no hubiera hecho subir al dólar por las nubes. Por esos días ocurrió algo desagradable en el seno de la familia Eseamilla. Mientras Cuauhtémoc y Evangelina le gastaban el dinero a Miguelito, dándose la gran vida, ellas seguían trabajando en La Perla y soportando las pullas de sus compañeras:

—¡Las ricas que vienen a ganar uno setenta y cinco diario! Porque «nuestro hermano Cuauhtémoc» les había aconsejado con cinismo inaudito que, como buenas obreras, no abandonaran los talleres hasta que se consumara la revolución social y se apoderaran de lo que, en realidad, era suyo. Algo como para quemarle la boca con un leño ardiendo. Y como supieran que él andaba loco por una jamona rica, dueña de La Primavera, tienda de ropa frente al garage de Peralvillo, se propusieron desbaratarle el noviazgo.

Un día la jamona dijo a Cuauhtémoc que le estaban mandando muchos anónimos con amenazas, si no terminaba sus relaciones con él. Él se los pidió, y luego de verlos detenidamente soltó una carcajada y le dijo: —Sé de dónde vienen. No te preocupes; son de mis hermanas, que nunca quieren que tenga novia, porque son muy celosas, pero muy buenas muchachas. No les hagas caso. —No creo que sean de tu familia —respondió ella ingenuamente—. Fíjate en la clase de lenguaje que usan. Esto no puede escribirlo sino alguna mujer de la calle. La cosa no era para sorprenderlo ni preocuparlo; sin embargo, no pudiendo dar una explicación plausible, le aconsejó sencillamente que si le seguían enviando cartitas, las rompiera sin abrirlas, que era lo mismo que no haberlas recibido.

Paso a paso, calle abajo, iban las dos menores Escamillas como siempre a su trabajo, desoladas por el fallo de su primer intento, rumbo a la odiosa fábrica de pastas de sopas y galletas. Ahora tenían un turno de noche, obligadas por la conducta de sus compañeras, que se burlaban de ellas y las

hostilizaban sin piedad. Miraban a distancia, apretando los puños, la mole gris de La Perla con sus ventanas vivamente iluminadas, sobre el oscuro y pobre caserío de los trabajadores. De su gran tiro piramidal escapaban gruesos copos de humo negro que trazaban una firma gigantesca en el cielo. —Cueste lo que cueste, hay que desbaratar ese matrimonio. —Los anónimos no le importan. ¿Qué hacemos? —Espiarla cuando salga de la camisería y darle sus tunas. Ya tengo un proyecto hecho —dijo Libertad, que era la más audaz y valiente. Y ello se realizó en la forma más sencilla y con el resultado apetecido. Esperaron a la novia de Cuauhtémoc a la salida de la tienda y la siguieron hasta el mercado de la Lagunilla, hormigueante de vendedores y marchantes; allí le armaron un escándalo hasta que vino la policía y a las tres las condujo a la Delegación, donde la colmaron de improperios. El señor Cuauhtémoc no lo supo y se presentó tan fresco como de costumbre a verla, recibiendo un portazo en las narices. Por otra parte, también el matrimonio de Evangelina con Miguelito se desbarató en un instante. Sucedió que una mañana amaneció cerrado el garage de Peralvillo, y Cuauhtémoc, ausente de la capital. Miguelito se sobresaltó porque ni Evangelina supo darle luces sobre el caso. Pasaron muchos días, se presentaron los acreedores con la autoridad judicial y abrieron la caja. Sólo había vales y pagarés a cargo de la negociación. Evangelina, llorando, le pidió veinte mil pesos a Miguelito para salvar el crédito de «nuestro hermano Cuauhtémoc». —Ten confianza en mí. Te aseguro que es una combinación que nos va a doblar el capital. —Lo siento mucho, pero ya acabé con el dinero. Evangelina se quedó tan fresca que más se espantó Miguelito. Desde ese mismo instante

estuvo tan seca con él que lo obligó a pensar en serio. —Necesito las escrituras de mi casa. Sólo vendiéndola podremos salir de este lío. —¿Tu casa? Si te sientes con derecho a ella hazlo valer en el juzgado. Miguelito perdió pisada: —¡Mira! —exclamó, quitándose saco y chaleco y abriendo una costura—. Este dinerito me lo he reservado para cualquier contingencia. Viendo la cartera apretada de billetes, Evangelina se puso lívida, sin poder hablar. Y el muy bruto dio media vuelta sonriendo, a tiempo que el Impedido, como si se lo hubieran aconsejado, se arrojó sobre él y le clavó la hoja de una navaja en la espalda. Miguelito recobró el sentido en una cama del hospital Juárez y le extrañó su larga bata de manta trigueña, y más que todo, las manchas de sangre seca y negruzca en las sábanas. Entonces se echó a llorar como una criatura. Su riqueza había sido un sueño, un bello cuento de hadas. ¿En manos de quién habría ido a parar la cartera? Lo sabía. Pero no de qué manera comprobarlo. Por cinco pesos, el médico ebrio de la vecindad expidió un certificado que valió para declarar la irresponsabilidad de el Impedido y ponerlo en libertad. Miguelito salió escupiendo sangre, porque las camas del hospital hacían falta para enfermos más graves. Algunos días vagó sin rumbo fijo, comiendo y durmiendo con unas cuantas monedas de plata que le habían quedado en su chaleco. Luego tuvo que trabajar como mecapalero, siempre en Nonoalco y en las inmediaciones de Buenavista, donde algunos lo conocían. Sólo podía ofrecerse por las mañanas, porque después del mediodía lo sacudía un largo calofrío seguido de alta fiebre y copioso sudor que lo dejaba agotado. No tardó en encontrarse con Cuauhtémoc,

ahora vestido de chofer, todo sucio de grasa. Uno y otro simularon no haberse visto. Miguelito sintió vehementes deseos de gastar los cuarenta centavos con que iba a comer, en una chaveta, para hacer con él lo mismo que el Impedido le hizo. Otra ocasión se lo encontró poco después del mediodía, pero ahora muy bien vestido, acompañado de una mujer tan pintada que apenas pudo identificarla: su hermana Evangelina. Ocupaban un Chevrolet recién reparado y con placas nuevas. Se escabulló entre la multitud para que no lo reconocieran. Candorosamente pensó que, si lo veían, no encontrarían dónde esconder la cara. Seguía tosiendo mucho y enflaquecía a ojos vistas. Con trabajo se ganaba el veinte o el tostón para comer. La idea de venganza lo asediaba en las horas de fiebre, arrimado a los muros de La Perla. El fresco de la noche lo obligaba a levantarse, y paso a paso se encaminaba a una comisaría o a un dormitorio público a buscar abrigo. Desapareció del rumbo y nadie se dio cuenta de ello.

La dicha de Bartolo Cuando supo Bartolo el final de Miguelito, meneó la cabeza y dijo: —¡Dios lo haya perdonado! Y le dio tres secos martillazos a la suela de un choclo que estaba remendando. —Habla ya como su mujer, Bartolo. Se está haciendo también muy reaccionario. Respondió con una carcajada y siguió pegando clavos. En esa fecha ya Bartolo había dividido a la humanidad en dos partes: Ja de los ciegos de nacimiento incurables y la de «los que como yo nacimos ciegos, pero hemos logrado ver algo más tarde. Es decir, los que me entienden sin más y los que dicen que soy mentiroso y estoy loco». Y fue por algo que le sucedió el día del matrimonio de Emmita y del entierro de su hijo segundo. Sabido es que Bartolo era el hombre más dichoso de Nonoalco. Sus carcajadas se oían desde el crucero de señales del Olivo hasta el gran edificio gris de La Perla. Bartolo (sin don ni apelativo) era también el más popular del barrio. Tanto es así, que cuando no se le veía en su trono con la horma o el martillo, cuando dejaban de oírse sus ruidosas carcajadas, la gente se ponía como los animales en la inminencia de un terremoto. Acariciando o regañando a los tres chamacos que sacaban la cabeza sucia y greñuda del cajón, siempre una sonrisa refrescaba sus porcinos labios. El pequeño no ha cumplido aún doce meses y el mayor va sobre los tres años; los otros ya saltaron del cajón y retozaban sobre el montón de chanclas o se le enredaban entre las piernas. No hay

matrimonio más prolífico ni placentero en todo el mundo. Muy temprano, cuando apenas comienza a calentar el sol, se levanta un olor amoniacal abajo de la banqueta. Algunos transeúntes se tapan la nariz y protestan; otros disculpan a Bartolo: los mingitorios están en la vecindad hasta el fondo del último pasillo, y los niños son frecuentes y abundantes. Por su cuenta, Bartolo ni mira, ni oye, ni huele. Otra de sus virtudes es la paciencia. Un chico se le trepa a la cabeza, otro le gasta el betún, pintándose barba y bigote. Pero con un par de nalgadas bien asentadas y luego la santa risa de Dios, todo queda arreglado. Jura que los niños son la alegría del hogar y lo certifica limpiándoles por igual la nariz y las asentaderas. Además, trabajador como pocos. Desde que hay luz del cielo hasta que se extingue la de parafina, cerca de la medianoche, no suelta el martillo, el cepillo o la aguja. Ha sabido duplicar la capacidad de su albergue, que es también su taller, pese a que no excede de tres metros cuadrados, armando con viejas tablas un tapanco al que se asciende por una escalera de albañil y que sirve de dormitorio. En un jergón almohadillado con hilachas del tamaño del tapanco, se revuelven en agradable promiscuidad de noviembre a febrero, o sudan a chorros de abril a junio. Abajo están el gato, el perico y el gallo amarrado de la pata de la mesa. —Si no oigo cantar el gallo, a la madrugada, ya no me puedo dormir —afirma Bartolo, muy serio. —Porque no sabe que los gallos encerrados no cantan, ni que él duerme con sueño de plomo — observa Desideria, no menos grave. Además duermen también allí los dos viejecitos fruteros, sobre un petate y abajo de la jaula de la cotona. —¡Qué contento vives, Bartolo! ¿Cómo le haces, pues? —No tengo por qué estar triste, mano. Ya lo

ves. Con el extremo de la cortina de manta, limpia dos velas cristalinas que penden de la nariz de uno de sus encantos. —La vida me ha dado más de lo que le he pedido. —No te apures, Bartolo, que ahora que gane mi general Almazán nos quitamos de pobres. Todo tiene que cambiar luego que echemos fuera del gobierno a los bandidos que nos están chupando la sangre. —¡Dios me libre! ¿No sabes, pues, que yo vivo como ellos, de la miseria del pueblo? ¡Ja… ja… ja! Medio se incorpora para bajar una horma de la fila alineada sobre un tablero en la puerta. —¡Que viva mi general Lázaro Cárdenas! ¡Desde que está en el poder me han caído como nunca chanclas que remendar! Y las carcajadas llegaban hasta el crucero, y los puesteros se ponían de buen humor, contagiados. —Naciste para ser feliz, Bartolo. Pero no todos eran así de comprensivos. Por ejemplo, el agente de publicaciones, cuando iba por alguna compostura, lo perturbaba con sus prédicas de doctrinas disolventes. Con gran coraje de Desideria, que dijo una vez: —A ese condenado yo le refriego en el hocico sus remiendos. No me gusta ni verle la cara. Porque Desideria, mujer nacida en el interior, para todo rezaba y decía «que se haga la voluntad de Dios». Cosa que no estaba de acuerdo con la ideología del agente. —¿Cree usted justo, camarada, que mientras hay tanto rico holgazán que despilfarra el dinero en borracheras, parrandas y mujeres, haya pobres como usted, que trabajan todo el día y no les alcanza para dar de comer a sus hijos? Póngamele tapas nuevas a estos choclos. —Siéntese, pues, en el banquito y tápese con ese trapo. Le guiñaba un ojo y le pelaba los dientes: —¿Entonces usted también es de los que con

Almazán nos prometen la felicidad? —¡Qué absurdo! Mi mano no se manchará jamás con las de esos ricos pestilentes y manchados con el oro… —Oiga, si va a decirme un discurso, sale de más. Los interrumpió la presencia del agente fiscal que llegaba por su mordida. Bartolo, sin decir nada, sacó un diez de su cajón y se lo dio. —Estaría bueno que ya que es usted de los de don Lázaro, le dijera que nos quitara a los mordelones, en vez de andarse paseando donde menos falta hace. —Usted tiene la culpa, camarada. A eso y a mayores injusticias está expuesto el obrero no sindicalizado. Abusan de ustedes porque se obstinan en separarse del conglomerado que no defiende intereses individuales. —¿Y a usted de qué le sirve su mentado sindicato? ¡No anduviera vendiendo sus libros cochinos! Bartolo soltó la carcajada. Tan en gracia le cayó la observación de Desideria, que no parecía interesada en la charla, sino en acomodar su anafre fuera de la puerta, de manera de no interrumpirles el paso a los peatones. El agente estaba cohibido, y Bartolo, devolviéndole el trabajo terminado, le dijo: —Habla usted retebonito; lástima que con palabras a nadie se le llene el estómago. Lo que ha de hacer es traerme muchos remiendos, y no me tenga lástima, que más se la tengo yo a usted. Desideria, a risa y risa, estaba hirviendo el atole y recalentando las tortillas y los tamales blancos para el desayuno, sobre bolas de carbón encendido. Se echan, pues, los bofes para sostener a la familia y hacerle la competencia al que tiene su taller al pie de la Virgen de Guadalupe, que no paga mordida, ni tiene mujer ni hijos siquiera. Hay que hacer trabajo mejor y más barato. Agregue usted a eso los bolillos de a cinco, la leche a cuarenta y el

veinte para pagar en Asistencia Social las medicinas para el chípil que tiene chorrera, y le sobra a uno para reventar. Pero Desideria dice que hay que conformarse con la voluntad de Dios, y eso mismo decía mi madre cuando yo era chiquillo y me llevaba de la mano a oír la misa en San Miguel. Y yo digo que está bien, pero que sería mejor que se hiciera la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre. Cierto es, además, que el agente dice pura mentira: «Bartolo, una sociedad sin clases, en que no haya ricos ni pobres», y él, como dice Desideria, tiene que vender monos indecentes para alcanzar a sostenerse, mientras que el conductor González y el linotipista Benavides, que son de su mismo partido, ganan más de mil pesos mensuales. ¿Qué pasó? Pero entonces acude una carcajada que lo arregla todo. Y a pegar duro con el martillo y a limpiar a esos demonios de chicos que todo el día hacen sus necesidades. Y cuando al anochecer aparecían a lo lejos las dolientes siluetas de los octogenarios fruteros, Desideria rezaba un padrenuestro y un avemaria, y decía: —¡Bendito sea Dios: no somos tan pobres como dice la gente! Hay otros que padecen más que nosotros. ¡Pobrecitos! Tenían su puesto en la esquina de Nonoalco y el Chopo, y la mercancía estaba reducida a las nueces, cacahuates, cañas y perones que cabían en el canasto de mano. Se levantaban cuando un hilillo luminoso prendía verticalmente en la oscuridad del cuarto. Sobre periódicos viejos puestos sobre la banqueta, hacían pilitas de fruta. La viejecilla encendía un brasero de hojalata para calentar el café y la leche, mientras el anciano iba a buscar pan de a dos por cinco, con los canasteros de contrabando. Se desayunaban con envidiable apetito, escurriendo en su lengua hasta la última gota de café con leche y chupando las migajas de pan que se les quedaban entre los dedos. El viejecillo extendía en el sol su petate y se acostaba

a dormir hasta el mediodía, cuando su compañera lo despertaba a comer. Después se trocaban los papeles y ella dormía una siesta que duraba hasta que el sol se ponía. Levantaban el puesto y, cogidos brazo a brazo y pasito a pasito, venían a su dormitorio, invirtiendo casi una hora en el recorrido de un par de cuadras. Por picarlos no más, Bartolo les dijo un día: —Es una injusticia que a su edad tengan ustedes que trabajar para comer. —¿Injusticia por qué? —gruñó el viejo, irritado —. Gracias le doy a mi Dios de que me dé fuerzas todavía para seguir luchando. El día que ya no pueda trabajar, me muero de pura tristeza. —De todo esto tiene la culpa el Estado capitalista que estamos sufriendo. —Yo no sé lo que será eso; pero puedo responderle que en mis buenos tiempos, sin tantas promesas ni mentiras, con lo poco que uno ganaba podía comer hasta eructarlo y nunca se supo que algún cristiano se muriera de hambre. Bartolo procuró aprenderse bien la lección para repetírsela al agente de publicaciones en la primera oportunidad.

Y bien, el acontecimiento máximo del año en la gran vecindad de Nonoalco no fue el matrimonio de Emmita, ni la muerte de Petrita, ni la tragedia del linotipista. ¿Quién se acordaba ahora de que aquellas gentes habían existido? En cambio, Bartolo seguía siendo tan importante en su rumbo como el crucero del Olivo con sus luces y campanas de señales, la fábrica de pastas de sopa con su arrogante mole gris sobre el cenizo caserío, la ruinosa parroquia de San Miguel, austera y cacariza siempre entre nubes de humo y de polvo, y hasta el camino carretero que venía llegando ya de Nuevo Laredo. Si por el momento la muerte de su hijo pequeño pasó inadvertida para muchos, otros adivinaron un cambio en la manera de ser de Bartolo. Pero

ninguno como él mismo. Ello fue como la marca situada en el lindero entre dos etapas de la vida. Bartolo seguía riendo a carcajadas, pero su voz sonaba ya de otro modo. Aquel día tremendo creyó que no podría aguantar, y mientras enterraban a su hijo allá en la última clase del panteón de Dolores, roncaba tirado en las duelas de La Reina Xóchitl, bien repleto de pulque. No supo a qué hora ni quién lo llevó a su casa. Despertó a la madrugada, en gran confusión de su pensamiento; se levantó y salió a la calle. El frío del amanecer refrescó un tanto su memoria, y el dolor de corazón, ahogado durante largas horas, estalló entonces terrible. A riesgo de que alguno de los coches que comenzaban a circular lo arrollara, caminó por la calzada hasta que los timbres y luces del crucero lo detuvieron bruscamente. Asomó una enorme masa negra y pasó a su lado resoplando y difundiendo un calor abrasador. Bartolo se coló al azar por la gran puerta de Buenavista y vagó entre furgones y góndolas largo tiempo, inciertamente. De una locomotora apagada escapaba un chorro de agua por una llave abierta. Se acercó a ella y recogiendo lo que le cabía en sus dos manos se la echó en la cabeza. Recobró el conocimiento cuando ya el sol apuntaba en una franja rosa, entre nubecillas algodonosas ya desparpajadas. Una línea roja y luminosa, entre las dos hojas de la puerta de la parroquia, lo detuvo de nuevo. Hacía muchos años que allí iba los domingos a rezar, conducido de la mano por su madre. Hacía muchos años que no había vuelto a entrar en una iglesia por la sencilla razón de que no tenía a qué. Cuando menos lo pensó ya estaba adentro. Un reducido grupo de humildes mujeres oía la misa. Más que templo, aquello parecía alguno de los jacalones de Buenavista, muros fríos, mal encalados; techo de viejos morillos y en el crucero la gran cúpula descascarada y negruzca. De cara al pueblo, un sacerdote revistiendo vieja casulla bordada de hilo

rojo, rezaba a la luz de dos velas de cera. Bartolo cogió al vuelo sus palabras… «Hágase, Señor, tu voluntad, así en la tierra como en el cielo…» ¿Y después? Embrollamiento, confusión de tiempo y espacio; cuando volvió en sí no había padre, ni fieles, ni velas encendidas en el altar. Y él hincado de rodillas seguía diciendo: «Hágase, Señor, tu voluntad…». Llegó jadeante a su accesoria. —¡Vienes muy contento, viejo! La voz de Desideria sonaba como jarro roto. —Vengo contento, vieja, es verdad. —¿Otra vez de la pulquería? —Ni lo he probado. —¿Entonces? —Si te lo cuento, no me lo crees. Vas a reírte de mí o a decir que me estoy volviendo loco. Asomaba la buena risa a sus labios, gruesos, cerdosos, al mismo tiempo que escurrían gota a gota las lágrimas sobre sus mejillas. —Verás tú… Refirió cómo, de repente, se había encontrado dentro de la parroquia de San Miguel. Pero cuando quiso decir lo principal se puso muy afligido; ninguna de las palabras que le venían a la mente podía dar una idea aproximada siquiera de lo que él quería explicar. Y angustiado, se limpiaba el sudor que escurría por su frente. —Bueno, sí, yo decía eso: «Hágase, Señor, tu voluntad, así en la tierra como en el cielo». Pero yo no pensaba en eso, y casi casi ni pensaba; y mi corazón como que se estaba vaciando de todo lo que me dolía, y las lágrimas me corrían sin cesar, y yo no supe si eso duró unos segundos o una eternidad. Pero cuando me levanté y salí corriendo de la iglesia, tenía mucha alegría y seguía llorando… En fin, yo no sé si tú me entiendes. —¡Cómo no te he de entender! Pero la carne es flaca, viejo, y él era mi hijo, un pedazo de mis entrañas. Y se pusieron a llorar los dos con ese dolor y

alegría que sólo pocos conocen, aquellos pocos a quienes les fue dado saber, en algún gran momento de su vida, que suprema alegría y supremo dolor son una y la misma cosa. Luego Bartolo apartó su silla y se sentó. Tomó el martillo y una chancla ahormada, y como todos los días, se puso a remendar, en tanto que Desideria colocaba el anafre a la puerta de modo que no estorbara el tránsito y soplaba la lumbre a dos carrillos.

Table of Contents Nueva burguesía Vamos a la manifestación ¿Atentado? Aún hay sol en las bardas Emmita está enamorada Nuestro hermano Cuauhtémoc Buzón de nuestros lectores Turismo criollo Amor que no cuaja Luto en la vecindad La señora Julia Igual se puso Petrita La manifestación del hambre Tragedia Declaración Hechos Pedroza, Zeta López, el agente y cía. Emmita se casa El día de campo Chabelón Un final Cómo se instaló Rosita Desazón Miguelito el Chumino La dicha de Bartolo

Nueva Burguesia - Mariano Azuela - PDFCOFFEE.COM (2024)
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